miércoles, 21 de octubre de 2015

El escepticismo: una breve e incierta historia (4). El renacimiento del escepticismo

Como vimos en la anterior entrada de esta serie, el escepticismo tuvo un papel relativamente menor durante el desarrollo de la filosofía medieval, con la principal excepción de la interesante posibilidad de interpretar al Pseudo-Dionisio como un escéptico sobre el conocimiento de la naturaleza de Dios (no, por supuesto, sobre su existencia... salvo por el hecho de que "existencia", o "ser", es también una de las dudosas cosas que puedan pertenecer o no a la naturaleza de algo). En realidad, para casi todos los grandes teólogos medievales, el escepticismo se convirtió meramente en una especie de "hombre de paja" que se sentían obligados a "refutar" en algún momento de sus largos y elaborados escritos. Pero ninguno de ellos era realmente un "escéptico" como lo habían sido los pirrónicos, por ejemplo.
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Esta situación comenzó a cambiar sustancialmente hacia el final de la Edad Media, con el redescubrimiento de las obras de Sexto Empírico y de algunas otras fuentes sobre el escepticismo antiguo. Pero lo que hace que el renacimiento de los argumentos escépticos hacia el siglo XVI sean importantes en una historia del pensamiento no es tanto una cuestión de mera filología, sino el poder que esos argumentos iban a tener en las enormes transformaciones sociales y culturales que las sociedades europeas estaban justo a punto de experimentar. El escepticismo moderno tuvo sobre todo tres grandes tradiciones como sus "dianas": la tradición de la ciencia, la de la relición, y la de las ideas y la cultura populares, por así decir.
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La palabra "ciencia", hacia los años 1500 o 1600, designaba poco más que el desarrollo escolástico de la cosmovisión platónica y aristotélica en el marco del cristianismo, no sólo en lo que se refiere al contenido de esa cosmovisión, sino sobre todo a su método: la idea de que la inteligencia humana tiene el poder de captar la "esencia" de las cosas (ya sea por algún tipo de intuición intelectual, en el caso de Platón, o por algún tipo de proceso inductivo, en el caso de Aristóteles), así como el de inferir todo el conocimiento que necesitamos sobre el mundo a partir de verdades sobre esas esencias y procediendo desde ellas mediante razonamientos silogísticos.
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"Religión", por supuesto, significaba la autoridad de la Iglesia Católoca y de sus doctores sobre la interpretación de las Sagradas Escrituras (y un poco después, también la autoridad intelectual y moral de los argumentos y escritos de los líderes de la Reforma protestante). Por supuesto, como la filosofía de todos esos doctores se basaba en último término en la visión escolástica de la realidad y del conocimiento, muchos de los ataques escépticos podían ser dirigidos al mismo tiempo hacia las dos "dianas" (la ciencia y la religión). Pero es importante que mantengamos la diferencia, porque uno de los hechos más sorprendentes sobre la evolución del escepticismo en la edad moderna es que comenzó siendo utilizado como una crítica a la "ciencia" aristotélica como una forma de proteger la verdad de la Revelación de las falacias de los filósofos o de los reformistas (dependiendo del autor de cada argumento), si bien, en la época de la ilustración, este mismo escepticismo acabó convirtiéndose en una crítica de la religión, como veremos en otras entradas.
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Insistamos: los filósofos "escépticos" del Renacimiento y de principios de la Edad Moderna no eran, en general, críticos de la fe cristiana, más bien todo lo contrario. Lo que argüían era que las capacidades naturales del conocimiento humano eran demasiado débiles como para permitirnos conocer a Dios de una manera "científica", "filosófica" o "metafísica" (había poca diferencia entre estos conceptos en aquella época), ni, por supuesto, cualquiera de las otras cosas que Dios quería que supiéramos con objeto de nuestra salvación. Así pues, la mayoría de los escépticos renacentistas eran más bien fideístas, de una u otra manera.
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El problema, naturalmente, era: ¿cuál es la fuente correcta de la fe? El predicador y reformista italiano Girolamo Savonarola (1452-1498) es el primero cuyas tesis parecen haber sido inspiradas expresamente por el redescubrimiento reciente de los argumentos pirrónicos de Sexto Empírico, que quizá pudo conocer gracias a su amigo Pico della Mirandola (1463-1494). Savonarola uso argumentos de estilo pirrónico para poner en duda las supuestas fuentes de la autoridad del Papa y de la Iglesia. No tratándose de un filósofo propiamente dicho (sino más bien preocupado por la rampante corrupción del clero y de la sociedad en su conjunto), los sermones que se conservan de Savonarola no reflejan esta influencia pirrónica directamente, pero una importante pieza de evidencia indirecta de dicha influencia es el hecho de que el juez principal encargado del proceso contra Savonarola (así como de su tortura y posterior ejecución en la hoguera) tuvo que pedir prestado la copia manuscrita de la obra en griego de Sexto Empírico (sólo se imprimió, y en latín, en 1562) que se poseía en la biblioteca de los papas en Roma, para que le sirviera de ayuda en la elaboración de la acusación oficial. Por cierto, de aquel manuscrito jamás volvió a saberse nada.
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Curiosamente, argumentos algo más sofisticados, pero similares, fueron usados unas pocas décadas después por Erasmo de Rotterdam (1466-1536) con el objeto de establecer los límites de la racionalidad natural del hombre como una crítica a un reformista mucho más exitoso (Lutero). También de modo parecido, autores como Michel de Montaigne (1533-1592) y Blaise Pascal (1623-1662, sobre todo en este caso ya mucho después del Renacimiento), aún empleaban el escepticismo como una forma de limitar la capacidad que tiene la razón de criticar las verdades de la Revelación. Por supuesto, estos tres autores (Erasmo, Montaigne y Pascal) no se limitaban a ofrecer una defensa dogmática del catolicismo, como prueba el hecho de que sus obras y su influencia fueron vistas durante siglos con gran suspicacia por la Iglesia.
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Fue precisamente con Montaigne cuando la "opinión pública" (como diríamos hoy; tal vez "costumbres" sería un término mejor, si incluímos bajo su significado el de "costumbres del pensamiento") se convirtió en una de las principales dianas del escepticismo. Esto llevó al primer ejemplo de lo que podemos llamar "relativismo cultural" (como siempre, con permiso de los antiguos griegos). Montaigne fue, por ejemplo, el primero en condenar la conquista de América, así como las guerras de religión de su época, sobre la base de una crítica a la principal premisa filosófica que se empleaba para justificarlas: la "superioridad" de una cultura, o de una fe, sobre las demás.
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Pero seguramente los autores escépticos más incisivos del Renacimiento no fuesen los que pertenecían a la tradición cristiana (fueran católicos o protestantes), sino los de origen hebreo, quienes, por cierto, podían fácilmente montar argumentos contra la Iglesia Católica muy parecidos a los que los católicos montaban contra los protestantes. Después de todo, la filosofía judía medieval no tenía una gran deuda con la metafísica y la epistemología de Aristóteles, en comparación con la escolástica cristiana. Por ejemplo, rabbí Hasdai Cercas (aprox. 1340-1410), quien fue jefe de la comunidad judía de Aragón, había atacado vigorosamente a Aristóteles en sus escritos, pese a que estos argumentos sólo fueran conocidos en los siglos siguientes por quienes pudieran leer en hebreo, lo que entre los cristianos significaba sobre todo los aficionados a la cábala.
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Un autor mucho más influyente, también de origen judío, fue Francisco Sánchez (1551-1623), nacido de padres conversos, probablemente en el sur de Galicia o el norte de Portugal, aunque educado en Italia y activo casi toda su vida adulta como médico en Francia. Su obra principal lleva el título indudablemente escéptico Quod nihil scitur ("Que nada se sabe"), y fue publicada en 1581. El libro empieza (auixá más retóricamente que como un ejercicio de lógica) negando que uno pueda incluso saber la única cosa que Sócrates afirmaba que sabía. Según Sánchez, uno ni siquiera puede saber que no sabe nada. A continuación ofrece una de las críticas más elaboradas de la concepción aristotélica de la ciencia, negando que uno pueda proceder a partir de definiciones (que son meras palabras, y que no podemos saber si describen la "esencia real" de las cosas), mediante silogismos deductivos (que en último término constituyen una petitio principii), ni tampoco mediante inducción (pues no podemos experimentarlo todo). Por supuesto, Sánchez sigue siendo uno de los miembros de la tribu de "fideístas escépticos", pues afirma que el verdadero conocimiento sólo puede llegarnos a través de la fe y la revelación. Pero las semillas del escepticismo (moderno) estaban plantadas e iban a florecer muy pronto.
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5: Descartes y el genio maligno.

miércoles, 14 de octubre de 2015

Meme antichauvinista

jueves, 8 de octubre de 2015

El escepticismo: una breve e incierta historia (3). Dudas medievales

Quizás ignore usted que el filósofo más influyente de principios de la Edad Media en realidad nunca existió. Esta paradoja propia de un Zenón se explica por el hecho de que los escritos de este filósofo fueron atribuidos falsamente a otra persona, alguien con una supuesta autoridad mucho mayor, y de este modo, como la falsificación fue establecida más o menos mil años después por Lorenzo Valla y otros humanistas del Renacimiento, básicamente todos los filósofos (o mejor, teólogos) medievales estuvieron citando y discutiendo la obra de alguien que no era quien ellos creían. Puesto que no tenemos ni la menor idea sobre la identidad del autor real de esas obras, la tradición de la historia de la filosofía ha dejado impreso en ellas el nombre de su falso autor, y así no tendrá que sorprenderse usted cuando se encuentre con la referencia a un filósofo extrañamente llamado "Pseudo-Dionisio Areopagita".
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Tampoco sabemos nada, en realidad, del "verdadero" Dionisio Areopagita. Se supone que fue uno de los primeros griegos a quienes San Pablo convirtió en su visita a Atenas, según los Hechos de los Apóstoles; la tradición eclesiástica afirma que se trataba de uno de los jueces del Areópago (un alto tribunal que se reunía en la cima de una gran roca al pie de la Acrópolis, a la que aún se puede subir), y que, una vez convertido al cristianismo, llegó a ser el primer obispo de Atenas; pero no hay forma de saber si nada de esto es verdad, ni siquiera si el tal Dionisio realmente existió. En cambio, de nuestro amigo Pseudo-Dionisio sabemos al menos que debió de vivir en la región de Siria, unos cuatro o cinco siglos después de aquel del que tomó el pseudónimo, y que compuso una serie de libros que afirmaban haber sido escritos por el Dionisio discípulo de San Pablo. No está del todo claro si esta atribución era utilizada por el autor como una mera figura literaria, más o menos común en la Antigüedad, o como un simple y puro intento de engañar a sus lectores sobre la identidad de su autor, y por lo tanto, sobre su "autoridad" (ver el libro de Bart Ehrman, Jesús no dijo eso,  para un encantador estudio de esta práctica fraudulenta en los primeros escritos cristianos, incluidos varios libros del Nuevo Testamento).
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El hecho es que, ya a partir del siglo VI d.C., no mucho después de cuando fueron escritas, e incluso tal vez en vida del autor, estas obras ya eran acríticamente citadas como pertenecientes al "viejo" Dionisio, de modo que, incluso sin que el autor pretendiera engañar, la gente acabó siendo engañada. Para dar una impresión de cómo de profundo llegó a ser el engaño, hay que tener en cuenta que Pseudo-Dionisio es el segundo filósofo más citado en las obras de Santo Tomás de Aquino (siglo XIII, unos setecientos años después), sólo por detrás de Aristóteles. El Pseudo-Dionisio empezó a ser realmente influyente en el occidente cristiano, de todas formas, unos tres siglos después de su muerte, cuando el emperador Bizantino Miguel II regaló un manuscrito con sus obras a Carlomagno, quien a su vez lo donó al monasterio de Saint Denis en París (de hecho, también circuló la conjetura de que el verdadero autor de esas obras había sido otro Dionisio, el tal Saint Denis, del siglo III, llamado "apóstol de las Galias"). El manuscrito fue muy pronto traducido al latín desde su lengua griega original.
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Sabemos que Pseudo-Dionisio es una falsificación gracias al análisis filológico: no sólo aspectos importantes de su pensamiento, sino incluso párrafos enteros de sus textos, proceden de un autor cuatro siglos posterior al "auténtico" Dionisio Areopagita: el filósofo neoplatónico Proclo, posiblemente la última figura importante de la filosofía antigua no cristiana, que fue el lider de la Academia de Atenas (es decir, la escuela de Platón) durante la segunda mitad del siglo IV d.C. Proclo murió hacia el año 485, y las primeras referencias conocidas al Pseudo-Dionisio (o a sus libros conservados, conocidos con el nombre colectivo de Corpus Areopagiticum) son de unos 50 años después, de modo que el autor verdadero debe de haber vivido hacia el final del siglo IV o principios del V, y probablemente fue él mismo un discípulo de Proclo y un alumno de la Academia platónica.
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Pero el Pseudo-Dionisio es importante en una historia del escepticismo no, por supuesto, a causa de ser una razón para poner en duda la "autoridad" filosófica, ni porque su pensamiento sea realmente un ejemplo de escepticismo en las tradiciones sofística o pirrónica que hemos visto en las entradas anteriores. Después de todo, Pseudo-Dionisio era un pensador cristiano, autor, entre otras cosas (y a lo que debe gran parte de su fama) de una clasificación del número de "cielos" y de clases de ángeles que tal vez le suene familiar (y que influyeron notablemente, p.ej., en la Divina Comedia de Dante): serafines, querubines y tronos; dominaciones, virtudes y potestades; principados, arcángeles y ángeles. No clasificaríamos ciertamente como "escéptico" a alguien que explica con total seriedad que esas "esferas" y "coros" celestiales existen. Pero nuestro autor no ha pasado a la historia de la filosofía por esa taxonomía ángelo-zoológica, sino más bien por lo que se llegó a conocer como "teología negativa", también "teología apofática" (la apófasis es una figura retórica que consiste en mencionar algo diciendo que uno no hablará sobre ello, algo similar a lo que hace el presidente Rajoy cuando alude a los miembros corruptos de su partido como "esa gente de la que usted me habla y de la que no tengo nada que decir").
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Según Pseudo-Dionisio, en su libro llamado "Sobre la teología mística", Dios trasciende absolutamente la razón, el lenguaje y el conocimiento humano, en una forma similar a las aporías que Parménides y sus discípulos encontraron cuando trataban de hablar del Ser (recuérdese la primera entrada de la serie). Esto significa que no podemos afirmar absolutamente nada sobre Él, sino sólo negar, para cada posible predicado que podríamos pensar en atribuirle (p.ej., "omnisciente", "viviente", "creador", e incluso "ser", o sea, "existente"), que Dios tenga la propiedad denotada por ese predicado. Es decir, sólo podemos decir lo que Dios no es; y lo que Dios no es es... todo. Dios no es omnisciente, no es viviente, no es poderoso, incluso no es. Dios, p.ej., no es más espíritu, hijo o padre que lo que es "blando" o "dormido". Estas "negaciones", de todas formas, hay que diferenciarlas de las "privaciones": una privación es simplemente la ausencia de un predicado que podría presentarse. La ausencia de un predicado se opone a su presencia: "sin vida" se opone a "viviente". Pero cuando decimos que Dios "no es viviente", no queremos decir que sea "sin vida", pues de hecho Él tampoco es "sin vida". Dios, más bien, está más allá de lo sin vida tanto como está más allá de lo viviente. Por esta razón, Pseudo-Dionisio dice que nuestras afirmaciones sobre Dios no se oponen a nuestras negaciones, sino que ambas deben ser trascendidas: incluso las negaciones deben ser negadas.
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Esta "negación" es paralela a la única experiencia que los humanos, según Pseudo-Dionisio, podemos tener de Dios, y que el autor ejemplifica con la figura de Moisés en el monte Sinaí, la cual describe como "silencio, oscuridad y desconocimiento". Esta teoría abrió el camino a una rica tradición mística en la cristiandad (recordar los versos de San Juan de la Cruz, más de mil años después:
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"Lleguéme donde no supe,
y quedéme no sabiendo,
toda ciencia trascendiendo"
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Pero, escéptica o no, esta teoría tuvo gran influencia como una señal de los límites de la razón humana al tratar de entender "lo Absoluto", y fue un recordatorio de que toda teología (y toda metafísica) es, en definitiva, una exploración fuera de esos límites. Una vez que la fe en la verdad de la religión (así como el poder social de la Iglesia) empezó a debilitarse muchos siglos después, la existencia de la teología negativa pudo empezar a verse como un argumento contra la racionalidad de cualquier intento de decir absolutamente nada sobre Dios o sobre lo divino.
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No hace falta decir que la Edad Media no fue una buena época para el escepticismo, sobre todo para el escepticismo sobre los dogmas de la religión, pero a pesar de ello la tradición escéptica logró sobrevivir durante más de un milenio, al menos bajo la forma de ciertas tesis e ideas que cada filósofo tenía el deber de intentar refutar. Incluso un siglo antes de Pseudo-Dionisio, el gran teólogo San Agustín de Hipona confesaba que, antes de convertirse al cristianismo, había flirteado con un puñado de escuelas filosóficas y retóricas, entre ellas la escéptica, y dedicó varias páginas de sus obras a rebatir algunos argumentos escépticos, como hicieron muchos otros filósofos y teólogos después de él. De hecho, en esas páginas fue el primero que presentó el argumento de que no todo puede ser puesto en duda, porque cuando uno duda, uno sabe con certeza que está pensando: cogito, ergo sum.
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De todas maneras, la filosofía medieval produjo un par de familias de argumentos que fueron después empleadas con gran provecho por los escépticos de la modernidad (y que preocuparon también a algunos filósofos medievales). Primero, el matemático, físico y astrónomo árabe Al Hazen (siglos X -XI d.C.) estableció por primer lugar, en su importante trabajo sobre óptica, que las apariencias visuales son creadas por nuestros órganos cognitivos, o dicho en otros términos, que las percepciones, incluso las más simples, están siempre constituídas por inferencias, y que por lo tanto no hay nada como una "unidad directa" del sujeto perceptor y el objeto percibido (tal como había defendido, p.ej., Aristóteles en su teoría sobre la percepción, en el libro De Anima).
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En segundo lugar, la idea de la omnipotencia de Dios parecía implicar, según algunos filósofos, que Él podría engañarnos si quisiera, incluso cuando estamos sintiendo la más intensa de las certezas, por ejemplo cuando nos parece ver algo frente a nosotros, o cuando estamos comprendiendo una preuba matemática. Ahora bien, ya sabemos que fueron filósofos muy posteriores los que iban a sacar las conclusiones más interesantes a partir de esta perturbadora idea.
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4: El Renacimiento del escepticismo.