jueves, 19 de noviembre de 2015

El escepticismo: una breve e incierta historia (5). Descartes y el genio maligno.

Junto con el descubrimiento de América, la Reforma Protestante fue, seguramente, el principal factor histórico en la Edad Moderna europea. Como vimos en la entrada anterior, la disputa entre las diferentes denominaciones del cristianismo occidental fue un caldo de cultivo perfecto para poner en práctica los recién redescubiertos argumentos de los antiguos escépticos griegos (si bien, en la práctica, el debate fue durante un siglo y medio competencia casi exclusiva de los ejércitos y sus armas). La principal baja de aquel combate de ideas fue, de todos modos, la concepción escolástico-aristotélica de "ciencia" (indistinguible por entonces de la "metafísica" o la "filosofía"), que se había desarrollado durante la Baja Edad Media para apoyar la visión cristiana del mundo. La fe cristiana, en cambio, sobrevivió básicamente intacta, aunque diversificada, a estos debates de principios de la Edad Moderna, con el único pero de que, hacia el final de la guerra de los Treinta Años, ya estaba más o menos claro para la mayoría de los "intelectuales" que los dogmas religiosos no podían basarse de ninguna manera en la "razón", sino que venían de la fe (si bien la razón, por supuesto, aún tenía un papel importante en mantener la coherencia interna del sistema de dogmas, y evitar contradicciones flagrantes entre ellos y el saber mundano). Pero hacia mediados del siglo XVII, la fe cristiana aún se veía como una fuente legítima de "conocmiento", mientras que la metafísica aristotélica había sufrido golpes tan letales que ya se había recluído en las polvorientas estanterías de la historia del pensamiento y en los oscuros pasillos de las facultades de teología, de los que no volvió a salir jamás como un fundamento firme para la investigación y el conocimiento científicos (salvo, quizá, en el caso de la biología, en la que logró perdurar otro par de siglos más o menos).
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Me ocuparé en futuras entradas sobre cómo el escepticismo, digamos, "religion friendly", se acabó convirtiendo en una especie más hostil hacia la fe a partir de la segunda mitad del siglo XVII. El tema de hoy, en cambio, será la transformación del escepticismo epistemológico desde su variedad más moderada, que prevaleció en la Edad Media y el Renacimiento (es decir, una variedad cuidadosamente dirigida hacia un conjunto limitado de dianas), hasta su versión más radical, entendido como una tesis universal contra básicamente todas las formas de conocimiento sobre el mundo. Como es sabido, el autor que más ayudó a que se abriera del todo la peligrosa caja de Pandora del escepticismo fue René Descartes (1596-1650), sobre todo en sus tremendamente influyentes libros Discours de la Méthode (publicado anónimamente en Holanda en 1637, en francés, aunque parece que la identidad del autor fue notoria desde el principio) y Meditationes de Prima Philosophia (publicado en París cuatro años más tarde). Como la mitológica Pandora, Descartes parecía muy confiado en su propia capacidad de cerrar la peligrosa caja cuando le apeteciera, pero la historia iba a probar que esa tarea no resultaría tan sencilla.
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Tras dos siglos de, por así decir, guerra de guerrillas contra el aristotelismo (y toda la "ciencia" desordenadamente elaborada a su alrededor) con ayuda de argumentos de tipo pirrónico, Descartes tuvo la idea de montar algo así como un asalto global, en forma de una estrategia escéptica radical. En lugar de hacer uso de un argumento por aquí (o "tropos", según la terminología de los pirrónicos), de otro argumento por allá, etc., cortados a medida del conocimiento y los prejuicios de cada autor y de las peculiaridades de la tesis que se quería refutar, Descartes pensó que una sola estrategia podía servir de "talla única". La tradición posterior llamó a esta estratégica "la duda metódica", consistente en rechazar por principio cualquier afirmación o conjetura como si fuese totalmente falsa, con sólo que existiera la más pequeña oportunidad de que no estuviese demostrada con certeza absoluta. El filósofo francés, como muchos tras él, debió sentirse asustado al principio por el poder destructivo de su argumento; pues, ¿qué, después de todo, podía tomarse como fuera de toda duda posible? Los escépticos antiguos había favorecido el conocimiento empírico sobre la (aristotélica y platónica) "aprehensión intelectual de las esencias" pese a reconocer la limitación de nuestra capacidad de extraer generalidades a partir de las observaciones y de las múltiples fuentes de error que pueden afectar a nuestros sentidos, pero confiaban en alguna medida en la experiencia inmediata, o sea, lo que podemos observar a través de los sentidos. En cambio, Descartes es el primer filósofo que usa como un argumento serio la posibilidad de que la totalidad de nuestra experiencia pueda ser un sueño o una alucinación, y por lo tanto, de que no podamos afirmar que conocemos ni siquiera lo que estamos percibiendo ahora mismo. O sea, no sólo que no podamos hacer inferencias, generalizaciones o predicciones con ayuda de lo que percibimos, sino incluso que puede ser falso que las cosas que estamos ocurrir viendo delante de nuestras narices estén ocurriendo realmente.
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No mejor suerte corrieron las "verdades de la razón", paradigmáticamente las proposiciones matemáticas, que para otras escuelas de pensamiento habían sido el ejemplo máximo de certidumbre. Para mostrar que el error podría estar en la base de esta otra "fuente de conocimiento", Descartes inventó uno de los relatos más maravillosos de la historia del pensamiento humano: el genio maligno, un ser sobrenatural que podría haber creado (o estar controlando) nuestros cerebros o mentes, de tal modo que nos hiciera experimentar la sensación de certeza justo en el momento de considerar algunas proposiciones matemáticas falsas. Por ejemplo, podría ocurrir que 2 más dos no sean igual a 4, sino que nuestras mentes hayan sido maliciosamente diseñadas de tal modo que estemos completamente seguros de que eso es verdad. Por supuesto, esta hipótesis es extrañísima, pero es una hipótesis concebible, y como la estrategia de Descartes era la de rechazar todo aquello que pudiera concebirse como falso, la consecuencia es que incluso la lógica y las matemáticas caen derribadas por la fuerza de su argumento escéptico.
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El resto de la historia es bien sabida. Descartes encontró un asidero al que agarrarse: incluso si todo lo que yo estoy pensando fuese falso, no podría ser falso que lo estoy pensando mientras lo estoy pensando. Cogito, ergo sum. Y, de modo semejante a como Noé repobló toda la tierra con los animales que había salvado en el Arca, Descartes pensó satisfecho que podía demostrar la validez de muchas áreas de conocimiento gracias a esa certeza primordial que había encontrado. "Todo aquello que perciba tan clara y distintamente como percibo la realidad de mi propiamente debe ser igual de verdadero". Entre estas cosas, Descartes halla la existencia de dios mediante un curioso argumento: una de las ideas que descubro en mi mente es la de un ser infinitamente perfecto, pero, siendo yo, como soy, imperfecto (pues dudo de muchas cosas, y tener dudas es peor que conocer), yo no puede ser la causa última de esa idea de infinita perfección; sólo un ser infinitamente perfecto podría ser el creador de la idea de un ser inifinitamente perfecto. Así pues, el ser al que dicha idea corresponde tiene que existir, y no sólo es mi creador, sino que hay puesto en mi mente la idea de un tal ser, a manera de "logo" o de "marca comercial", para que reconozca quién me ha creado. Pero si el que ha creado mi mente con todas sus ideas innatas (aquellas que no proceden de la experiencia) ha sido un ser infinitamente bueno, en lugar de un genio malévolo, entonces esas ideas deben ser verdaderas. Por tanto, todo aquello que pueda descubrir sobre el mundo con la ayuda de las matemáticas (pues de eso tratan la mayoría de las ideas innatas) será absolutamente cierto. En conclusión, esto (lo que podemos llamar "física matemática teórica") es justo el nuevo tipo de ciencia que tiene que reemplazar a la obsoleta filosofía aristotélica.
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De este modo, el escepticismo fue para Descartes (como para tantos otros antes de él) sólo un momento en el curso de un proyecto filosófico mucho más largo. Pero, como veremos, sus denodados esfuerzos para volver a cerrar aquella particular caja de Pandora se encontraron pronto con muchísimas dificultades encarnadas en los argumentos de otros filósofos. El genio maligno que habitaba la caja había experimentado por vez primera en la historia el goce del aire libre, y no se iba a dejar encerrar en su prisión de nuevo fácilmente.
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