Hace no mucho tiempo desplegué, en un artículo en El País, una
pequeña crítica a algunos de los argumentos con los que suele defenderse la
enseñanza de las humanidades. En concreto, ofrecí allí algunas razones para
sospechar que haber estudiado humanidades no lo podemos considerar en serio
como algo imprescindible para el funcionamiento de la democracia ni para la
realización personal, y mucho menos como algo que pueda “garantizar” ambas
cosas (sobre todo teniendo en cuenta el exiguo nivel de conocimientos
humanísticos que de hecho alcanza una gran mayoría de la población con el
sistema educativo actual). También criticaba la idea de que las humanidades
estén siendo arrinconadas por algo así como “saberes mercantilistas”, y la
incoherencia de pedir con una mano más puestos de trabajo mientras con la otra
se condena todo lo que tenga que ver con la “empleabilidad”.
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Dados los límites de aquel texto, no quedaba espacio para ofrecer argumentos positivos en defensa de la enseñanza de las humanidades, y dicha ausencia la tomaron algunos de sus lectores como si mi intención disimulada hubiera sido, sin más, la de apoyar a quienes supuestamente están conspirando para que nuestros jóvenes sepan cada vez menos historia, literatura, lenguas clásicas o filosofía, lo que, por supuesto, no podía estar más lejos de mi intención. Todo lo contrario: es el intentar defender la enseñanza de las humanidades con argumentos que se caen por su propio peso, y que en el mejor de los casos sólo consiguen reconfortar el ánimo de los ya convencidos, lo que resulta una estrategia retórica no sólo ineficaz sino contraproducente, pues tiende a dejar en los demás la sensación de que, en el fondo, si los argumentos que se utilizan en defensa de las humanidades son tan malos, será porque la verdadera motivación de sus defensores es menos confesable. Y, claro, en ese caso es fácil que quienes no están directamente afectados por la polémica concluyan que esa motivación no es otra que la de defender unos ciertos privilegios heredados. Mi artículo no pretendía otra cosa que ayudar a mis colegas a darse cuenta del fuerte olor a corporativismo que exhalan algunos de sus argumentos fuera de los círculos en los que ellos y ellas están acostumbrados a hablarse y escucharse. Las humanidades, como todo lo demás, deben ser defendidas sin recurrir a mitos.
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Dados los límites de aquel texto, no quedaba espacio para ofrecer argumentos positivos en defensa de la enseñanza de las humanidades, y dicha ausencia la tomaron algunos de sus lectores como si mi intención disimulada hubiera sido, sin más, la de apoyar a quienes supuestamente están conspirando para que nuestros jóvenes sepan cada vez menos historia, literatura, lenguas clásicas o filosofía, lo que, por supuesto, no podía estar más lejos de mi intención. Todo lo contrario: es el intentar defender la enseñanza de las humanidades con argumentos que se caen por su propio peso, y que en el mejor de los casos sólo consiguen reconfortar el ánimo de los ya convencidos, lo que resulta una estrategia retórica no sólo ineficaz sino contraproducente, pues tiende a dejar en los demás la sensación de que, en el fondo, si los argumentos que se utilizan en defensa de las humanidades son tan malos, será porque la verdadera motivación de sus defensores es menos confesable. Y, claro, en ese caso es fácil que quienes no están directamente afectados por la polémica concluyan que esa motivación no es otra que la de defender unos ciertos privilegios heredados. Mi artículo no pretendía otra cosa que ayudar a mis colegas a darse cuenta del fuerte olor a corporativismo que exhalan algunos de sus argumentos fuera de los círculos en los que ellos y ellas están acostumbrados a hablarse y escucharse. Las humanidades, como todo lo demás, deben ser defendidas sin recurrir a mitos.
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Antes de nada, debemos tener claro qué es lo que
pretendemos defender exactamente al “defender las humanidades”. Habría muchas
respuestas posibles a esta pregunta, pero me quedo con la siguiente, que pienso
que encaja con lo que la gran mayoría de “defensores” está realmente pensando: a lo que se aspira es a que un porcentaje
lo más alto posible de ciudadanos alcancen un conocimiento bastante amplio y no
meramente superficial de lo que suele enseñarse en las asignaturas que, grosso modo, llamamos “de humanidades”.
Esto, digamos, sería el fin último, mientras que el instrumento o el medio
considerado como óptimo para alcanzar dicho objetivo sería que en todos los niveles de enseñanza existiera una oferta abundante de
horas de clase de esas asignaturas, en muchos casos como asignaturas
obligatorias. No niego que “defender las humanidades” puede significar
también otras cosas, ni que tal vez existan otros medios de difundir su
conocimiento que no sean a través de las enseñanzas regladas, pero ahora voy a
abordar exclusivamente el objetivo y el instrumento que he señalado.
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La cuestión pendiente, por supuesto,
es la de cuáles pueden ser las razones realmente válidas por las que es
importante que el Estado obligue a niños y jóvenes a estudiar un elevado número
de horas de asignaturas humanísticas (o por qué es importante que los
ciudadanos las demanden), y en consecuencia, por qué es necesario que dediquemos
una parte no despreciable de los impuestos o de otros recursos económicos a formar
y a contratar a un elevado número de profesores de esas materias. Creo que lo
primero que debemos hacer al abordar esta cuestión es considerar que no se
trata de un regateo entre las humanidades por un lado, y “todo lo demás” por el
otro (con los inevitables debates sobre qué materias son propiamente
“humanidades”), sino plantearnos más bien los objetivos de la educación en
general, y examinar después la contribución que las asignaturas humanísticas
pueden aportar para el logro de tales objetivos.
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Obviamente, una realidad social tan compleja como la
educación no puede reducirse a una sola “finalidad”: el sistema de enseñanza
siempre cumple múltiples objetivos, de manera que son absurdas las proclamas
del tipo “la educación no debe formar trabajadores, sino ciudadanos”, u otras
por el estilo. Aspiramos a un sistema educativo universal y de alta calidad por
muchas y muy variadas razones: porque queremos, entre otras muchas cosas, una
ciudadanía capaz de defender sus derechos y de asumir sus responsabilidades,
pero también porque aspiramos a una sociedad en la que el acceso a una
enseñanza de calidad no suponga una barrera social infranqueable, porque
queremos vivir en una sociedad en la que haya gente que nos ayude a conseguir todos
los bienes y servicios de los que deseamos disfrutar, porque queremos que
nuestros hijos adquieran habilidades que les sirvan para llevar una vida
autónoma, porque deseamos transmitir el patrimonio cultural a las siguientes
generaciones, y también (que todo hay que decirlo) porque nos parece necesario
para el óptimo desarrollo psicosocial de los chavales que pasen mucho tiempo en
compañía de gente de su edad en un entorno razonablemente seguro, sobre todo si
en la mayoría de los hogares no hay ningún adulto durante gran parte del día.
Cada persona dará más o menos importancia a estos y a otros fines, y los
modulará de forma diferente a como hagan otros, pero lo importante es conseguir
que haya un sistema educativo que permita satisfacer y compatibilizar en la
mayor medida posible todas y cada una de estas legítimas exigencias.
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¿Cómo contribuye a todos estos fines el aprendizaje de las humanidades? Naturalmente, a algunos fines puede contribuir más y a otros menos. Por ejemplo, si entendemos como parte del aprendizaje humanístico la capacidad de usar el lenguaje (y mejor más de uno) con la mayor riqueza y precisión posibles, es obvio que estas enseñanzas serán fundamentales para muchos de aquellos objetivos, pero quizá otros elementos de las humanidades no tengan una contribución tan evidente a casi ninguno de ellos, sobre todo cuando tenemos en cuenta, no lo que dicen los currículos oficiales que se debe enseñar, sino lo que dice la realidad acerca de cuánto consigue efectivamente aprender la mayoría.
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¿Cómo contribuye a todos estos fines el aprendizaje de las humanidades? Naturalmente, a algunos fines puede contribuir más y a otros menos. Por ejemplo, si entendemos como parte del aprendizaje humanístico la capacidad de usar el lenguaje (y mejor más de uno) con la mayor riqueza y precisión posibles, es obvio que estas enseñanzas serán fundamentales para muchos de aquellos objetivos, pero quizá otros elementos de las humanidades no tengan una contribución tan evidente a casi ninguno de ellos, sobre todo cuando tenemos en cuenta, no lo que dicen los currículos oficiales que se debe enseñar, sino lo que dice la realidad acerca de cuánto consigue efectivamente aprender la mayoría.
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Pues bien, ¿por qué es importante defender una presencia
sustancial de las humanidades en todos los niveles de enseñanza? No lo es,
expliqué hace algún tiempo, para salvaguardar la democracia, para garantizar
nuestra realización personal, o para resistir a una supuesta tendencia hacia
meros “saberes economicistas”. ¿Para qué, entonces? Pienso que existe una razón
que por sí sola lo justifica, y tras la que no sería realmente necesario
ofrecer razones adicionales (aunque lo haré, porque las hay). Esta razón no es
más que el hecho de que las humanidades forman parte del patrimonio colectivo y
de la riqueza cultural de nuestras sociedades, y todos los ciudadanos tienen el derecho
de acceder en igualdad de condiciones a ese patrimonio y a las ventajas que
pueda conllevar su posesión, con independencia de si han tenido la suerte
de nacer en una familia que les transmita el amor a la cultura y al
conocimiento, y que pueda financiarles el elevado coste de una buena educación.
Sea lo que sea lo bueno que cada uno pueda sacar del estudio de las humanidades,
no debemos dejar que sea cosa reservada a unos pocos privilegiados. La relación
que se sigue de aquí entre humanidades y democracia es justo la opuesta a la
que criticaba en mi otro artículo: no es que un conocimiento muy extendido de
las humanidades sea un medio para alcanzar el fin de una “democracia más
perfecta”, sino que más bien queremos que la sociedad sea democrática para que gracias a ello la mayoría de
las personas puedan disfrutar, entre otras muchas cosas, de las mieles que
proporcione el saber humanístico.
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Una segunda razón es que la contribución de las humanidades a la formación de los estudiantes
consiste en ampliar y enriquecer su “mundo”, es decir, aquello de lo que
son conscientes que hay a su alrededor y con lo que pueden interactuar, o al
menos, con lo que pueden y deben “contar”. Asimismo, muchos de estos saberes
también contribuyen a que podamos desplazarnos, o “navegar”, de modo más
resuelto por ese mundo más amplio y más rico. Es decir, el conocimiento de las
humanidades nos permite vivir en un “espacio de posibilidades” mucho mayor, y
por lo tanto, contribuye sobre todo a hacernos más libres, pues nuestras
posibilidades son tan variadas y numerosas como nos lo permiten los conceptos
que somos capaces de poner en movimiento para comprender lo que nos rodea.
Aprender a utilizar con cierto virtuosismo una nutrida “caja de herramientas
conceptual”, y saber que los conceptos reflejan una historia que también
determina lo que podemos hacer con ellos, me parece el objetivo más excelente al
que quienes nos dedicamos al cultivo de las humanidades podemos contribuir,
aunque, claro está, es también un objetivo para el que son relevantes muchas
otras disciplinas. Esto es bueno tanto para cada ciudadano individualmente,
permitiéndole acceder a una más amplia variedad de proyectos de vida (aunque
sin garantizarle que los vaya a aprovechar de modo inteligente), como para los
demás, al permitirnos disfrutar de la existencia de una población capaz de
hacer más y mejores cosas.
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Un tercer argumento, quizá más pragmático pero no menos
importante, es que la existencia de un amplio cuerpo de docentes en disciplinas
humanísticas supone también una fuente de riqueza para la sociedad, aunque sólo
sea porque contribuyen a que exista al menos una masa crítica de consumidores,
y a menudo productores, de otros tipos de “bienes culturales” (libros, música,
arte, investigación humanística...), sin la cual sería difícil que estos bienes
llegasen siquiera a ser producidos y, por lo tanto, disfrutados eventualmente
por otros ciudadanos.
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Por último, la mejor manera de “defender las humanidades”
que tenemos las personas que nos dedicamos profesionalmente a ellas consiste,
en mi modesta opinión, en que cada uno de nosotros fomentemos en los demás,
dentro de nuestro ámbito y nuestras posibilidades, el amor hacia nuestras
disciplinas, o por lo menos el gusto por ellas. Cierto es que no podemos
competir fácilmente con otras formas de alcanzar el prestigio social, tales
como aparecer en la portada del Marca
o del Hola (una meta que no está al
alcance de cualquier premio Nobel). Pero si los profesores de estas materias
nos planteamos como objetivo primordial el conseguir que nuestro trabajo de
cada curso haya contribuido a que al menos unas cuantas personas sientan con
más intensidad el deseo de disfrutar con la lectura o con la redacción de un
buen texto, o con la exposición y la crítica de un argumento, o con el
descubrimiento y la comprensión de ciertos hechos históricos, etc., etc.,
habremos hecho de verdad lo mejor que cada uno de nosotros puede hacer en
defensa de las humanidades.
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Para terminar quiero insistir de nuevo en una idea que he
ido mencionando de pasada, y que por ignorarla, los debates sobre este asunto
suelen caer con demasiada frecuencia en la mitología: la enorme diferencia
entre lo que idealmente se supone
que deberíamos enseñar, y lo que materialmente
la mayoría de los alumnos terminan aprendiendo. Creo que confundir ambas cosas
es el error más común en los argumentos con los que se suele defender la enseñanza
universal y muy profunda de las humanidades, pues al indicar cómo de positiva
para la sociedad es esa enseñanza, no parecen tener muy en cuenta lo segundo,
sino únicamente lo primero (digamos, lo maravilloso que sería que la gente
fuese capaz de juzgar la delicadeza de Virgilio o la profundidad de
Schopenhauer, y lo muy miserable que supuestamente será la vida de quien no
alcance tales niveles de erudición). Cualquier defensa razonable de la
enseñanza de las humanidades tiene que asumir, por un mínimo compromiso de
realismo, que la gran mayoría de los estudiantes alcanzarán un nivel de
conocimientos y de competencias muchísimo más modesto que ese “ideal”, o al
menos, tiene que venir acompañada de una reflexión sobre cuánto se supone que
habría que mejorar ese nivel y sobre cómo lograr esa mejora.
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Pero también me parece importante señalar que el conocimiento de las humanidades, a un nivel un poco mayor que el más o menos superficial que se puede alcanzar en la enseñanza obligatoria, no es necesariamente algo que tengan que poseer todos los ciudadanos: lo importante es que tengamos una sociedad culta, en la que la inmensa mayoría tenga un nivel cultural relativamente digno y valoren la cultura en buena medida, pero no tanto que todos sus miembros sean muy cultos y dediquen la mayor parte de su tiempo (de trabajo o de ocio) a actividades de tipo cultural. Es decir, queremos que haya un número elevado de personas con un alto nivel cultural, para que puedan dedicarse con eficacia y éxito a las muchísimas actividades profesionales o de otro tipo en las que una cultura amplia y profunda es útil y necesaria; y queremos también, y esto no es menos importante, que formar parte de ese amplio grupo de personas no dependa básicamente de la suerte de haber nacido en una o en otra familia. Hacer atractivas esas ocupaciones y mostrarlas como alcanzables para el mayor número posible de jóvenes, con independencia de su extracción social, creo que sería una de las mejores formas de demostrar la utilidad de las humanidades.
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Pero también me parece importante señalar que el conocimiento de las humanidades, a un nivel un poco mayor que el más o menos superficial que se puede alcanzar en la enseñanza obligatoria, no es necesariamente algo que tengan que poseer todos los ciudadanos: lo importante es que tengamos una sociedad culta, en la que la inmensa mayoría tenga un nivel cultural relativamente digno y valoren la cultura en buena medida, pero no tanto que todos sus miembros sean muy cultos y dediquen la mayor parte de su tiempo (de trabajo o de ocio) a actividades de tipo cultural. Es decir, queremos que haya un número elevado de personas con un alto nivel cultural, para que puedan dedicarse con eficacia y éxito a las muchísimas actividades profesionales o de otro tipo en las que una cultura amplia y profunda es útil y necesaria; y queremos también, y esto no es menos importante, que formar parte de ese amplio grupo de personas no dependa básicamente de la suerte de haber nacido en una o en otra familia. Hacer atractivas esas ocupaciones y mostrarlas como alcanzables para el mayor número posible de jóvenes, con independencia de su extracción social, creo que sería una de las mejores formas de demostrar la utilidad de las humanidades.
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Absolutamente de acuerdo con esta reflexión de un gran profesor. De hecho, su segundo argumento es algo que yo mismo he repetido a cuantos me han preguntado la razón de mis estudios.
ResponderEliminarMuchas gracias
ResponderEliminarCrees que hay algo rescatable en el movimiento posmodernista... o que son una sarta de charlatanes, oscurantistas vendedores de humo que se enredan con sofismas del lenguaje. Un saludo admirado JPZM.
ResponderEliminarHombre, siempre hay algo rescatable en todo; la cuestión es ir con ojo.
ResponderEliminarUn saludo
Maravillosas reflexiones planteadas con exquisito dominio del lenguaje y profunda capacidad crítica.
ResponderEliminarGracias, Pati.
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