La crisis de la covidia está constituyendo la conmoción social más importante que ha conocido el mundo desde, quizás, la caída de la Unión Soviética, o posiblemente desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. Estamos descubriendo a pasos acelerados que el actual sistema político y económico no resiste de manera satisfactoria embates de estas características (que pueden ser solo un anuncio de los que nos espera en las próximas décadas), y que ni siquiera es capaz de generar los beneficios que aquellos más favorecidos por él creían ingenuamente que estaban completamente asegurados. Es urgente, por tanto, que la sociedad aborde el futuro inmediato sin caer en la anarquía del “sálvese quien pueda”, ni fracase, por obcecarse en ideales utópicos, al elegir a tiempo caminos razonables.
De entre las cosas principales que la pandemia, como en un terrorífico curso intensivo, nos está haciendo aprender, destaca la necesidad inexcusable y fundamental de un sector público mucho más robusto y potente que el que hemos heredado. Es cierto que la economía global de mercado ha demostrado ser, con mucha diferencia, la máquina más formidable jamás inventada para proveer de bienestar a miles de millones, pero (además de ser, como ya estaba claro, manifiestamente incapaz de resolver por sí misma los problemas derivados de una creciente desigualdad social y de un deterioro alarmante de los ecosistemas) en estos últimos meses ha terminado revelándosenos también como un sistema muchísimo más frágil e inestable de lo que pensábamos, si es que la crisis financiera de la pasada década no advirtió de ello a todo el mundo, y solo la existencia de vigorosas instituciones públicas permite que los violentos y prolongados batacazos del desarrollo económico no conlleven la destrucción de todo un horizonte vital para grandes masas de la población e incluso para generaciones enteras.
Seis son los pilares principales con los que la economía tiene que apoyarse sin más remedio sobre la cosa pública, si no estamos dispuestos a renunciar colectivamente a esa prosperidad y libertad que tanto valoramos: la sanidad, la educación, el cuidado de los dependientes, la investigación científica, la protección del medioambiente, y el amparo frente a la precariedad. Se trata de servicios que el mercado difícilmente proporcionará si se le deja a su propia dinámica, y que necesitamos en calidad y cantidad enormemente superiores a las que hasta hace nada parecían estar dispuestos a sufragar casi todos los gobiernos del mundo, encadenados a unas reglas de juego y a unos axiomas ideológicos bastante deficientes. El nuevo “contrato social” debe basarse antes que nada en garantizar una financiación mucho más alta para estos seis sectores, y una gestión de los mismos mucho menos dependiente de las veleidades políticas y más basada en criterios científicos y profesionales.
Estos pilares, y por supuesto muchos otros elementos del sector público, no son algo que deba fomentarse a costa del sector privado, sino todo lo contrario: son tanto un requisito imprescindible para que se sostengan y desarrollen los recursos naturales, técnicos y humanos que necesita una potente economía de mercado, como algo que, para funcionar adecuadamente, presupone la existencia de una actividad económica muy pujante con la cual financiar, vía impuestos, aquellos servicios sociales. En especial, estos servicios pueden constituir la mejor garantía de que la mayor parte de la población obtendrá con relativa seguridad, y a lo largo de toda su vida, unas rentas lo bastante altas como para absorber la producción de un sistema económico cada vez menos capaz de ofrecer empleos de calidad a toda la población activa.
El pacto que necesitamos dice, por tanto, sobre todo tres cosas:
1. Fomentemos todo aquello que garantice un crecimiento sostenible de la productividad económica, especialmente la existencia de empresas lo más competitivas que sea posible, capaces de generar a la vez altos rendimientos para sus dueños y excelentes condiciones laborales para sus empleados, aunque estos constituyan una proporción de la población menor que la actual.
2. Aceptemos unos impuestos elevados u otras formas de financiar al sector público (como la propiedad estatal de algunos medios productivos, p.ej.), para garantizar el funcionamiento excelente en calidad y universalidad de todo aquello que el mercado no puede proveer.
3. Y renunciemos a interferir políticamente en el funcionamiento a largo plazo de los pilares públicos de la economía y de la sociedad, garantizando una gestión lo más profesional posible que no esté a los vaivenes de lo que pueda suceder cada vez que cambia el color del gobierno.
La elaboración de este nuevo “contrato social” solo puede hacerse desde la base del realismo político, pues todo el tiempo que perdamos en obstinadas controversias ideológicas y en resistirnos a transigir ante cualquier posible cesión que pudiera interpretarse como una muestra de debilidad en la defensa de nuestros santos ideales será un tiempo que la historia nunca va a devolvernos. Ni la derecha puede seguir permanentemente hipnotizada por los dogmas del “libre mercado”, ni la izquierda puede seguir prisionera de su fobia a todo lo que suene a “liberalismo”, ni ambas pueden extraviarse en los laberintos y espejismos de lo “identitario”, si el precio a pagar por esa intransigencia es acercarnos peligrosamente al borde del colapso como sociedad. Ahora mismo, la única garantía de que la humanidad tendrá alguna vez una oportunidad real de construir una sociedad “perfecta” es conseguir que siga existiendo durante muchas generaciones en sociedades prósperas y libres; hay que liberarse del peso que el idealismo pone sobre nuestras espaldas al intentarnos convencer de que hemos de ser justo nosotros, y no alguna de las miles de generaciones que con seguridad nos seguirán, quienes inauguremos la utopía.
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