miércoles, 25 de junio de 2014

Metaliteratura en paralelo

Sobre Alabanza, de Alberto Olmos,
y La parte inventada, de Rodrigo Fresán
(Literatura Random House, 2014).

Una de las cosas que haré de vez en cuando en este, mi nuevo blog, será comentar algunos de los libros que voy leyendo. Quienes seguíais el Otto Neurath recordaréis la sección de la barra vertical en la que (aún; es lo único vivo del blog, como las uñas de los cadáveres) cuelgo las nano-reseñas de mis lecturas, esas que publicaba también de veinte en veinte como una entrada más del blog, hasta alcanzar quince paquetes en poco más de cuatro años.
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Los comentarios en Escritos sobre gustos no creo que vayan a tener ninguna regularidad; sólo los haré cuando me sienta lo bastante motivado, y la novela más reciente de Alberto Olmos ha conducido a la primera de estas ocasiones. Tampoco tengo la más mínima experiencia en reseñar libros que no sean tochos filosóficos ultraespecializados (y ni aún en eso mucha), así que no esperéis, sobre todo los asiduos de la blogocrítica literaria, algo tan sustancioso como las encantadoras homilías de maestros del género (o, naturalmente, el/los propio/s reseñado/s hoy). Esto es más bien un experimento del tipo "a ver qué pasa si apretamos aquí". No digáis luego que no os he avisado.
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Empecemos, pues.
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Iba a decir "tengo que confesar", pero confieso que en el fondo lo siento más bien, o quizás, como un vergonzante "tengo que presumir", (de) que hace muy pocos meses creo que ni siquiera había oído hablar ni de Alberto Olmos ni de Rodrigo Fresán, cuya novelas Alabanza y La parte inventada son las protagonistas de esta reseña o cosa. Lo de "oír" es metafórico, por supuesto, pues el 99% de lo que oigo en relación con esto son meros clics. Mi lista de libros leídos os da una idea de que, aunque no paro de leer, no soy lo que se dice un fanático de la "alta literatura", salvo algún clásico de vez en cuando, y con la misma poca asiduidad, algún que otro autor vivo "consagrado", como los dos de los que voy a hablar (nueva metáfora: mis cuerdas vocales están quietas como un koala durmiente). El motivo por el que han terminado cayendo en mis manos libros de estos autores ha sido, seguro que muchos lo sospecháis, bastante instrumental: la novela que estoy empezando a escribir desearía tener mucho de eso que llaman "metaliteratura" (vulgo: un libro sobre libros y "gente del libro"... ojo, no en el sentido islámico), y es por eso que desde hace un año o así picoteo, no diré que muy fructuosamente, en blogs de crítica literaria como los que he linkeado un poco más arriba. Por puro azar, me llegaron los ecos, hace cosa de un mes o mes y medio, de las temáticas de estas dos novelas: "el fin de la literatura tal como la conocemos", por decirlo parafraseando una expresión habitual en Alabanza. Supongo que mis ganas previas de hacer yo también una novela sobre algo que se podría entender con la frase que acabo de escribir en negrita forman parte de mi inconsciente sujeción a una moda o tendencia cultural de la que Fresán y Olmos también participan, obviamente con muchas más tablas, recursos y talento, así que el haberlos leído me sirve al menos para evitar copiarlos, bien que fuera involuntariamente. En fin, ya se verá, que no estamos aquí para hablar de mi libro.
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Alabanza y La parte inventada, y sus autores, comparten bastante más que esa temática de fondo. Comparten editorial y colección, para empezar, pero mucho más importante, comparten la vocación por el estilo, por ser "alta literatura". A los dos se les notan las ganas y la capacidad por escribir dejando huella, por escapar de eso en lo que ambos temen que se está convirtiendo la literatura: un mundo superpoblado por escritores amateurs autoeditados y lectores cada vez menos exigentes, casi todos ellos (autores y lectores) aparentemente incapaces de montar o interpretar una frase de más de tres líneas de largo, o una tira de veinte páginas en las que pasar, lo que se dice pasar, no pasa prácticamente nada, pero en las que el lenguaje y el pensamiento brillen al unísono. Fresán y Olmos sí son capaces, faltaría más, pero en estas dos obras suyas hay una clara diferencia: La parte inventada es un aburridero que uno sólo puede encontrar gustoso si ha sucumbido, como el autor de la novela, a ese vicio nefando, a esa modalidad de sadomasoquismo lingüístico, que conocemos como "pedantería". Alabanza, en cambio, tiene en muy grandes dosis la mejor virtud que se le puede exigir a una novela: que cada página que leas te insufle ganas de pasar a la siguiente.
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No contribuye a la fluidez de la lectura de la obra de Fresán su caprichoso y poco justificable juego con las tipografías. Varios capítulos alternan la impresión en el tipo de letra habitual de la colección con otro (¿American Typewriter?) notablemente más pálido, que para un miope tendente a la presbicia como es mi caso, supone un auténtico martirio. La parte de la absurda familia Karma, en la que se abusa sin ton ni son de este ahora-sí-ahora-no tipográfico, la tuve que dejar a la mitad, y no me pidáis una estimación de en qué medida ello fue debido a la tortura innecesaria a la que estaban sometiéndose mis globos oculares, o a lo antipático de la descabellada familia sujeto de esa parte de la historia. Imagino que la razón de esta broma con los tipos de letra es hacer más difícil la publicación de la novela en formato electrónico, algo así como una forma de decirles a los lectores fieles "esto es sólo para tus ojos, no para esas nenazas consumidoras de mobis y de epubs". Y algún masoquista habrá que lo disfrute gracias a considerarlo desde esa perspectiva; que dios les conserve la vista, es lo único que me cabe decir.
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La tirria de Fresán hacia los libros electrónicos se manifiesta de manera abundante a través de otras partes de la novela. Cada cual es muy libre de tener los gustos que quiera, faltaría más, pero a mí, como gran aficionado (presbítico-miope) a la lectura en tableta o e-reader, esta ojeriza ludita-fresaniana no me ayuda a experimentar simpatía hacia los personajes ni, menos todavía, hacia el narrador. Diríase que Fresán tiene miedo de la muerte de la literatura sobre todo en el sentido de la muerte del libro en papel. Olmos, por el contrario, me ha parecido menos explícito sobre ese detalle, y más sobre la muerte de la creación literaria propiamente dicha (pero no me hagáis mucho caso en esta apreciación). Con ninguno de ellos estoy de acuerdo en cuestiones fundamentales, pero Fresán es, para mi gusto, demasiado displicente hacia los que se supone que no pertenecemos a la Verdadera Iglesia de los Amantes de la Literatura-Buena-De-Verdad-E-Impresa-En-Papel-Como-Dios-Manda, y Olmos es lo bastante irónico como para dejar claro que, en el fondo, eso que según su novela está a punto de morir no es, tal vez, tan digno de alabanza como algunos devotos piensan. Al fin y al cabo, Alberto Olmos ha escrito una novela en la que pasan cosas, no muchas, pero las suficientes para sostener una trama que excita la curiosidad y la satisface nada más que en su justa medida (haciendo honor, respecto a lo primero, a las sabias declaraciones de uno de los personajes: "A la postre, lo único importante de un libro era de qué trataba y de qué iba, qué contaba", y no tanto su "componente estético"). Y eso que "componente estético" no le falta a Alabanza en absoluto: su prosa, y su técnica narrativa en general, puede pasar sin ninguna objeción como una de las más depuradas de nuestros tiempos (tal vez, por poner algún pero, hay a veces, no muchas, un exceso de palabras que requieren mirar el diccionario... o que me lo habrían requerido si hubiese leído la novela en el ipad).
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Reconozco también que empecé la lectura de ambas novelas con las expectativas trastocadas: por lo poco que había leído sobre Fresán (y tal vez, irracionalmente, por el hecho de compartir con él año de nacimiento, y hasta darnos un cierto aire), y por lo poco que había leído sobre y de Olmos (un mes antes me había tragado mi primer libro de los suyos, Ejército enemigo, que no me gustó gran cosa, sobre todo porque la trama me resultó demasiado inverosímil y los personajes demasiado tópicos), esperaba que La parte inventada me fuese a gustar más, si tal vez no por su contenido narrativo, sí por el intríngulis de sus disquisiciones o presuposiciones metaliterarias, pero al sentirme tan despreciado en mis gustos de lector, la obra se me fue haciendo más y más antipática. En cambio, Alabanza, que comencé casi con el sentido de una obligación profesional, pues al menos el tema me interesaba y parecía ser el must de moda en este asunto de la metaliteratura, me atrapó con algunas sabias pinceladas: sobre todo, el misterio del best-seller con el que, supuestamente, el protagonista del libro ha contribuido a "matar" a la literatura "tal como la conocíamos". He echado en falta, eso sí, un poco más de atención al crimen literario propiamente dicho: me habría gustado que el narrador abundase en los detalles sobre el tal best-seller (tan irrelevante que incluso su autor parece no estar seguro de cuál era su título), de qué trataba (¿no es eso lo importante?), por qué, en concreto, contribuyó a acabar con "la" literatura, y no sólo a desviar irremediablemente la carrera del protagonista, quien en algún momento reconoce que, ¡qué demonios!, ese best-seller es una obra estupenda. Casi me quedo con las ganas de que Olmos nos contara todas esas cosas en alguna novela futura, si no supiera que ello sería hacerle un feo a Alabanza.
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Si esto no pretendiera ser una (pseudo)reseña literaria, me explayaría sobre mis coincidencias y, sobre todo, mis diferencias de opinión con Olmos acerca del tema de la "muerte de la literatura por culpa de internet" (que, vaya, no me parece que sea para tanto), pero no voy a aburriros con ese tema, salvo en los comentarios, si alguno quiere entrar en el asunto. Lo que sí, para ir terminando, quiero mencionar es una faceta de ambos libros que me ha llamado la atención: en ambos se habla mucho sobre "cultura", en general, sobre todo la tríada capitolina Literatura-Cine-Música. Sobre todo el libro de Fresán agobia al lector (o supongo que al lector pedante más bien lo gratifica) con multitud de referencias a escritores, cineastas (menos) y músicos (más, aunque la mitad o más son a Pink Floyd; de escritores se habla más que de nadie de Scott Fitzgerald... que, por cierto, movido por sus elogios comencé a leer Suave es la noche, y la tuve que dejar al cuarto o quinto capítulo desesperado por lo anodino de sus personajes, pero ya hablaremos de eso otra vez). Mi reflexión, para ir al grano, es la de que me ha extrañado que prácticamente todas las referencias musicales sean a música pop (en sentido amplio), algo que también me ha pasado con mis intentos (infructuosos) de hincarle el diente a algún libro de Vila-Matas. ¡Carajo! ¡Tanto hablar de "alta literatura", contraponiéndola al mero-ocio-consumista-y/o-amateur que representaría la, no sé, "baja literatura", pero las referencias análogas en materia musical que uno encuentra en estos autores son lo que un melómano comme il faut podría considerar música de lo más vulgar, en absoluto "música culta". Al fin y al cabo, el padre de toda la "alta literatura" castellana contemporánea se recreaba introduciendo en su Rayuela (otro pestiño anti-narrativo que no pude acabar) multitud de referencias al jazz y a la música clásica (Mozart, Brahms, Stravinski..., aunque la mayoría de los críticos literarios sólo se han quedado embelesados en la parte del jazz). Ojo, no digo que a mí no me parezcan estupendos muchos músicos de jazz, rock, pop, o lo que sea; digo, sencillamente, que me gustan como me también me gustan libros que no serían clasificados como "alta literatura" (Umberto Eco, Santiago Posteguillo...), y que la tendencia de los escritores y críticos "altoliterarios" a usar referencias musicales "pop" es, o al menos me parece, una manifiesta incoherencia entre sus criterios literarios y sus criterios musicales.
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He dicho.

viernes, 13 de junio de 2014

Álvaro, o las carambolas



El rebosante abdomen de Juan Luis Ramírez, fontanero de profesión y madridista sobre todas las cosas, balanceaba su peso arriba y abajo mientras su dueño corría hacia el autobús que, aquella gélida mañana, había llegado algo más pronto de lo habitual a la parada del extremo de la urbanización de chalets adosados en la que vivía Juan Luis, allá en los arrabales de la periferia de las afueras de una ciudad satélite de la capital. "¡Autobusero, espere!", gritó desesperado, con la mejor cara de súplica que supo componer, y con el temor de esperar otra media hora o más al raso, más el atasco de las siete por añadidura, si perdía aquel transporte; pero el aludido, que miraba impasible hacia otro lado para no darse por tal, le cerró la puerta del autobús en las narices, o mejor, lo habría hecho si el ombligo no hubiera llegado varias décimas de segundo antes que la nariz.
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Con el retraso acumulado de toda la jornada, y con el mal humor que la falta de solidaridad del conductor y las reprimendas debidas a la impuntualidad le habían ido cargando en el carácter aquel día, sólo pudo llegar a última hora a la taquilla del estadio, donde pensaba comprar su entrada para la semifinal de la copa del Rey, y su humor llegó al límite más bajo posible cuando la taquillera le informó de que sólo quedaban disponibles los asientos más caros. No quería perderse el partido por nada del mundo, así que se rascó el bolsillo confiando en que Marisa, su mujer, no descubriera que había pagado por aquel vicio estúpido cuarenta euros más de lo que a ella le parecía ya un derroche. En fin, ya intentaría tomar menos cañas en los próximos días. Se consoló también pensando que desde aquella localidad vería el partido mucho mejor: casi podría charlar con los banquillos.
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Y, efectivamente, el día del encuentro comprobó que sus gritos eran percibidos con total claridad no sólo desde las bandas, sino incluso por los jugadores de campo, así que se empleó a fondo en el uso de su garganta chillona y de su arsenal de improperios, descargando las frustraciones de toda la semana, si no las de toda la vida. Y cuando lanzó en un quiliasmo aquello de "¡Negro hijoputa! ¡Vete a comerle el coño a la gorila que te parió!", el balompedista subsahariano al que iba dirigido tan sutil mensaje (un mensaje sutil de cojones, que diría aquel) se volvió enrabietado, ignorando al rival al que había derribado en lo que muchos describirían como un choque viril, y corrió hacia la banda, directo a por el gordinflón del que había surgido el piropo. Obembe, que así se llamaba el defensa, pasó por las primeras filas de la grada como un toro que salta el burladero, agarró al sorprendido Juan Luis, y con un extraordinario directo a la mandíbula lo mandó al suelo junto a varios de sus dientes (de los del fontanero, por supuesto).
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Obembe, además de recibir una tarjeta roja, como algunos de los jugadores que se enredaron en la trifulca que siguió al mamporro, fue sancionado por todo lo que restaba de temporada y gran parte de la siguiente. Juan Luis fue trasladado semiinconsciente a la enfermería y luego al hospital, y no pudo ver en directo cómo el Madrid perdía la eliminatoria en el último minuto de los siete que se había alargado el tiempo reglamentario a causa del jaleo. Lo que sí pudo experimentar sin problemas durante las siguientes semanas de baja fue el monumental enfado de Marisa, quien estaba de un humor de perros desde que su hijo vio el golpe por la televisión y ella había sacado consecuencias sobre los costes de todo aquello.
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Emilio Gómez sí terminó de ver el partido con sus amigos Pepe y Nacho en casa de este último, pero con un ojo puesto en el reloj que le acusaba de llegar tarde a la cita con su novia. Ella, además, odiaba el fútbol. Emilio se despidió con dos palabras dejando a sus amigos desolados por la derrota inmisericorde y entre maldiciones al árbitro por haber alargado el encuentro tantos minutos más de lo previsto. Salió del portal y se montó en su coche. Al encender las luces, un volkswagen que acababa de pasar por allí, ávido de una plaza de aparcamiento, dio un frenazo y puso la marcha atrás, pero Emilio había sacado ya medio morro a la calzada, lo que obstaculizaba demasiado la maniobra. Ambos coches quedaron unos instantes jugando al o-te-quitas-o-no-me-muevo, aderezado con algún claxonazo y ráfaga de luces, hasta que al final el volkswagen se marchó, y Emilio detrás, mientras una pareja comenzaba a discutir a gritos en la acera.
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El protagonista de nuestra historia, Álvaro Guerrero, había visto la escena desde su coche en el cruce anterior, o mejor dicho, la había inferido por el juego de luces rojas, blancas y amarillas, y respiró aliviado al ver que ambos coches comenzaban a alejarse poco después. Un escaso minuto antes, el volkswagen había frenado ante la luz recién naranja del semáforo, y por poco no había chocado con él, aunque justo cuando se puso en rojo, el otro coche dio un acelerón y cruzó como un relámpago a la otra manzana. Álvaro canturreó por la fortuna que aquel lance le había deparado, al permitirle encontrar una plaza de aparcamiento como hecha para él a aquellas horas en las que tanto escaseaban. La canción, en cambio, se detuvo en seco mientras Álvaro salía del coche, debido al golpe que la mujer de la discusión dio en la puerta delantera derecha al caer al suelo por el puñetazo que le propinó su acompañante. Éste se avalanzó sobre el cuerpo tendido en el suelo y, entre insultos exacerbados, empezó a patearle el estómago, o todo cuanto pillara, pues la mujer se protegía en postura fetal. Alberto lo vio y corrió a interponerse entre la víctima y su agresor, lo que salvó la vida de la mujer. Lo último que Alberto sintió fue un golpe tremendo en la parte izquierda de la cabeza, que le hizo desmayarse entre un inmenso dolor.
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Al día siguiente, cuando fue incinerado, su hazaña salió en todos los medios.