y La parte inventada, de Rodrigo Fresán
(Literatura Random House, 2014).
Una de las cosas que haré de vez en cuando en este, mi nuevo blog, será comentar algunos de los libros que voy leyendo. Quienes seguíais el Otto Neurath recordaréis la sección de la barra vertical en la que (aún; es lo único vivo del blog, como las uñas de los cadáveres) cuelgo las nano-reseñas de mis lecturas, esas que publicaba también de veinte en veinte como una entrada más del blog, hasta alcanzar quince paquetes en poco más de cuatro años.
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Los comentarios en Escritos sobre gustos no creo que vayan a tener ninguna regularidad; sólo los haré cuando me sienta lo bastante motivado, y la novela más reciente de Alberto Olmos ha conducido a la primera de estas ocasiones. Tampoco tengo la más mínima experiencia en reseñar libros que no sean tochos filosóficos ultraespecializados (y ni aún en eso mucha), así que no esperéis, sobre todo los asiduos de la blogocrítica literaria, algo tan sustancioso como las encantadoras homilías de maestros del género (o, naturalmente, el/los propio/s reseñado/s hoy). Esto es más bien un experimento del tipo "a ver qué pasa si apretamos aquí". No digáis luego que no os he avisado.
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Empecemos, pues.
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Alabanza y La parte inventada, y sus autores, comparten bastante más que esa temática de fondo. Comparten editorial y colección, para empezar, pero mucho más importante, comparten la vocación por el estilo, por ser "alta literatura". A los dos se les notan las ganas y la capacidad por escribir dejando huella, por escapar de eso en lo que ambos temen que se está convirtiendo la literatura: un mundo superpoblado por escritores amateurs autoeditados y lectores cada vez menos exigentes, casi todos ellos (autores y lectores) aparentemente incapaces de montar o interpretar una frase de más de tres líneas de largo, o una tira de veinte páginas en las que pasar, lo que se dice pasar, no pasa prácticamente nada, pero en las que el lenguaje y el pensamiento brillen al unísono. Fresán y Olmos sí son capaces, faltaría más, pero en estas dos obras suyas hay una clara diferencia: La parte inventada es un aburridero que uno sólo puede encontrar gustoso si ha sucumbido, como el autor de la novela, a ese vicio nefando, a esa modalidad de sadomasoquismo lingüístico, que conocemos como "pedantería". Alabanza, en cambio, tiene en muy grandes dosis la mejor virtud que se le puede exigir a una novela: que cada página que leas te insufle ganas de pasar a la siguiente.
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Reconozco también que empecé la lectura de ambas novelas con las expectativas trastocadas: por lo poco que había leído sobre Fresán (y tal vez, irracionalmente, por el hecho de compartir con él año de nacimiento, y hasta darnos un cierto aire), y por lo poco que había leído sobre y de Olmos (un mes antes me había tragado mi primer libro de los suyos, Ejército enemigo, que no me gustó gran cosa, sobre todo porque la trama me resultó demasiado inverosímil y los personajes demasiado tópicos), esperaba que La parte inventada me fuese a gustar más, si tal vez no por su contenido narrativo, sí por el intríngulis de sus disquisiciones o presuposiciones metaliterarias, pero al sentirme tan despreciado en mis gustos de lector, la obra se me fue haciendo más y más antipática. En cambio, Alabanza, que comencé casi con el sentido de una obligación profesional, pues al menos el tema me interesaba y parecía ser el must de moda en este asunto de la metaliteratura, me atrapó con algunas sabias pinceladas: sobre todo, el misterio del best-seller con el que, supuestamente, el protagonista del libro ha contribuido a "matar" a la literatura "tal como la conocíamos". He echado en falta, eso sí, un poco más de atención al crimen literario propiamente dicho: me habría gustado que el narrador abundase en los detalles sobre el tal best-seller (tan irrelevante que incluso su autor parece no estar seguro de cuál era su título), de qué trataba (¿no es eso lo importante?), por qué, en concreto, contribuyó a acabar con "la" literatura, y no sólo a desviar irremediablemente la carrera del protagonista, quien en algún momento reconoce que, ¡qué demonios!, ese best-seller es una obra estupenda. Casi me quedo con las ganas de que Olmos nos contara todas esas cosas en alguna novela futura, si no supiera que ello sería hacerle un feo a Alabanza.
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Si esto no pretendiera ser una (pseudo)reseña literaria, me explayaría sobre mis coincidencias y, sobre todo, mis diferencias de opinión con Olmos acerca del tema de la "muerte de la literatura por culpa de internet" (que, vaya, no me parece que sea para tanto), pero no voy a aburriros con ese tema, salvo en los comentarios, si alguno quiere entrar en el asunto. Lo que sí, para ir terminando, quiero mencionar es una faceta de ambos libros que me ha llamado la atención: en ambos se habla mucho sobre "cultura", en general, sobre todo la tríada capitolina Literatura-Cine-Música. Sobre todo el libro de Fresán agobia al lector (o supongo que al lector pedante más bien lo gratifica) con multitud de referencias a escritores, cineastas (menos) y músicos (más, aunque la mitad o más son a Pink Floyd; de escritores se habla más que de nadie de Scott Fitzgerald... que, por cierto, movido por sus elogios comencé a leer Suave es la noche, y la tuve que dejar al cuarto o quinto capítulo desesperado por lo anodino de sus personajes, pero ya hablaremos de eso otra vez). Mi reflexión, para ir al grano, es la de que me ha extrañado que prácticamente todas las referencias musicales sean a música pop (en sentido amplio), algo que también me ha pasado con mis intentos (infructuosos) de hincarle el diente a algún libro de Vila-Matas. ¡Carajo! ¡Tanto hablar de "alta literatura", contraponiéndola al mero-ocio-consumista-y/o-amateur que representaría la, no sé, "baja literatura", pero las referencias análogas en materia musical que uno encuentra en estos autores son lo que un melómano comme il faut podría considerar música de lo más vulgar, en absoluto "música culta". Al fin y al cabo, el padre de toda la "alta literatura" castellana contemporánea se recreaba introduciendo en su Rayuela (otro pestiño anti-narrativo que no pude acabar) multitud de referencias al jazz y a la música clásica (Mozart, Brahms, Stravinski..., aunque la mayoría de los críticos literarios sólo se han quedado embelesados en la parte del jazz). Ojo, no digo que a mí no me parezcan estupendos muchos músicos de jazz, rock, pop, o lo que sea; digo, sencillamente, que me gustan como me también me gustan libros que no serían clasificados como "alta literatura" (Umberto Eco, Santiago Posteguillo...), y que la tendencia de los escritores y críticos "altoliterarios" a usar referencias musicales "pop" es, o al menos me parece, una manifiesta incoherencia entre sus criterios literarios y sus criterios musicales.
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He dicho.
Que tal, Jesús. Me parece que hay que remontarse a la tradición de la que viene Fresán (aunque él se niegue a formar parte) para comprender su vínculo con la cultura pop: McOndo es la respuesta. A fin de cuentas, la "alta literatura" siempre se ha nutrido de lo popular.
ResponderEliminarGracias por el comentario, Manuel. Reconozco que mi incultura sobre estos temas no conoce límites
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