viernes, 13 de junio de 2014

Álvaro, o las carambolas



El rebosante abdomen de Juan Luis Ramírez, fontanero de profesión y madridista sobre todas las cosas, balanceaba su peso arriba y abajo mientras su dueño corría hacia el autobús que, aquella gélida mañana, había llegado algo más pronto de lo habitual a la parada del extremo de la urbanización de chalets adosados en la que vivía Juan Luis, allá en los arrabales de la periferia de las afueras de una ciudad satélite de la capital. "¡Autobusero, espere!", gritó desesperado, con la mejor cara de súplica que supo componer, y con el temor de esperar otra media hora o más al raso, más el atasco de las siete por añadidura, si perdía aquel transporte; pero el aludido, que miraba impasible hacia otro lado para no darse por tal, le cerró la puerta del autobús en las narices, o mejor, lo habría hecho si el ombligo no hubiera llegado varias décimas de segundo antes que la nariz.
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Con el retraso acumulado de toda la jornada, y con el mal humor que la falta de solidaridad del conductor y las reprimendas debidas a la impuntualidad le habían ido cargando en el carácter aquel día, sólo pudo llegar a última hora a la taquilla del estadio, donde pensaba comprar su entrada para la semifinal de la copa del Rey, y su humor llegó al límite más bajo posible cuando la taquillera le informó de que sólo quedaban disponibles los asientos más caros. No quería perderse el partido por nada del mundo, así que se rascó el bolsillo confiando en que Marisa, su mujer, no descubriera que había pagado por aquel vicio estúpido cuarenta euros más de lo que a ella le parecía ya un derroche. En fin, ya intentaría tomar menos cañas en los próximos días. Se consoló también pensando que desde aquella localidad vería el partido mucho mejor: casi podría charlar con los banquillos.
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Y, efectivamente, el día del encuentro comprobó que sus gritos eran percibidos con total claridad no sólo desde las bandas, sino incluso por los jugadores de campo, así que se empleó a fondo en el uso de su garganta chillona y de su arsenal de improperios, descargando las frustraciones de toda la semana, si no las de toda la vida. Y cuando lanzó en un quiliasmo aquello de "¡Negro hijoputa! ¡Vete a comerle el coño a la gorila que te parió!", el balompedista subsahariano al que iba dirigido tan sutil mensaje (un mensaje sutil de cojones, que diría aquel) se volvió enrabietado, ignorando al rival al que había derribado en lo que muchos describirían como un choque viril, y corrió hacia la banda, directo a por el gordinflón del que había surgido el piropo. Obembe, que así se llamaba el defensa, pasó por las primeras filas de la grada como un toro que salta el burladero, agarró al sorprendido Juan Luis, y con un extraordinario directo a la mandíbula lo mandó al suelo junto a varios de sus dientes (de los del fontanero, por supuesto).
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Obembe, además de recibir una tarjeta roja, como algunos de los jugadores que se enredaron en la trifulca que siguió al mamporro, fue sancionado por todo lo que restaba de temporada y gran parte de la siguiente. Juan Luis fue trasladado semiinconsciente a la enfermería y luego al hospital, y no pudo ver en directo cómo el Madrid perdía la eliminatoria en el último minuto de los siete que se había alargado el tiempo reglamentario a causa del jaleo. Lo que sí pudo experimentar sin problemas durante las siguientes semanas de baja fue el monumental enfado de Marisa, quien estaba de un humor de perros desde que su hijo vio el golpe por la televisión y ella había sacado consecuencias sobre los costes de todo aquello.
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Emilio Gómez sí terminó de ver el partido con sus amigos Pepe y Nacho en casa de este último, pero con un ojo puesto en el reloj que le acusaba de llegar tarde a la cita con su novia. Ella, además, odiaba el fútbol. Emilio se despidió con dos palabras dejando a sus amigos desolados por la derrota inmisericorde y entre maldiciones al árbitro por haber alargado el encuentro tantos minutos más de lo previsto. Salió del portal y se montó en su coche. Al encender las luces, un volkswagen que acababa de pasar por allí, ávido de una plaza de aparcamiento, dio un frenazo y puso la marcha atrás, pero Emilio había sacado ya medio morro a la calzada, lo que obstaculizaba demasiado la maniobra. Ambos coches quedaron unos instantes jugando al o-te-quitas-o-no-me-muevo, aderezado con algún claxonazo y ráfaga de luces, hasta que al final el volkswagen se marchó, y Emilio detrás, mientras una pareja comenzaba a discutir a gritos en la acera.
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El protagonista de nuestra historia, Álvaro Guerrero, había visto la escena desde su coche en el cruce anterior, o mejor dicho, la había inferido por el juego de luces rojas, blancas y amarillas, y respiró aliviado al ver que ambos coches comenzaban a alejarse poco después. Un escaso minuto antes, el volkswagen había frenado ante la luz recién naranja del semáforo, y por poco no había chocado con él, aunque justo cuando se puso en rojo, el otro coche dio un acelerón y cruzó como un relámpago a la otra manzana. Álvaro canturreó por la fortuna que aquel lance le había deparado, al permitirle encontrar una plaza de aparcamiento como hecha para él a aquellas horas en las que tanto escaseaban. La canción, en cambio, se detuvo en seco mientras Álvaro salía del coche, debido al golpe que la mujer de la discusión dio en la puerta delantera derecha al caer al suelo por el puñetazo que le propinó su acompañante. Éste se avalanzó sobre el cuerpo tendido en el suelo y, entre insultos exacerbados, empezó a patearle el estómago, o todo cuanto pillara, pues la mujer se protegía en postura fetal. Alberto lo vio y corrió a interponerse entre la víctima y su agresor, lo que salvó la vida de la mujer. Lo último que Alberto sintió fue un golpe tremendo en la parte izquierda de la cabeza, que le hizo desmayarse entre un inmenso dolor.
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Al día siguiente, cuando fue incinerado, su hazaña salió en todos los medios.

1 comentario:

  1. De nuevo, un placer leerte. Aquí tienes una cita de Borges al respecto.

    “No hay hecho, por humilde que sea, que no implique la historia universal y su infinita concatenación de causas y efectos (…), que es tan vasta y tan íntima que acaso no cabría anular un solo hecho, por insignificante que fuera, sin invalidar el presente. Modificar el pasado no es modificar un solo hecho; es anular sus consecuencias que tienden a ser infinitas”

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