Hablo con conocimiento de causa, porque lo he hecho dos veces. Soy un miembro de esa rarísima especie formada por las personas que han hecho más de un doctorado (uno en filosofía, en 1993, y otro en ciencias económicas, en 2001, ambos en la Universidad Autónoma de Madrid) y en los dos casos, además de las satisfacciones inherentes al proceso y los beneficios que a largo plazo me aportó la combinación de ambos esfuerzos, no he podido evitar que una sensación inquietante y enojosa terminara dejando un turbio poso en mi conciencia. Por expresarlo en el lenguaje de la rúa (que diría Machado): la sensación de ser un puto gafe.
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Los títulos de las dos tesis doctorales fueron, respectivamente, La verosimilitud de las teorías científicas: investigaciones sobre el concepto de aproximación a la verdad en la filosofía contemporánea de la ciencia (dirigida por Juan Carlos García-Bermejo), y Contribuciones a la economía del conocimiento científico (dirigida por Juan Urrutia Elejalde). Con notables modificaciones, las tesis acabaron siendo publicadas en forma de libro, con los títulos Mentiras a medias (UAM, 1996) y La lonja del saber (UNED, 2003).
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Ambos eran temas que, en el momento de empezar a trabajar con ellos, tenían aparentemente "un gran futuro por delante". El problema de la verosimilitud había sido abordado en primer lugar por Karl Popper, en un escrito que fue recogido en 1963 en su libro Conjeturas y refutaciones, y con el que intentaba formular en términos precisos qué podía significar la idea de que una serie de teorías científicas, aunque todas ellas fueran falsas literalmente hablando, podían aproximarse más y más a la verdad. Curiosamente, la formulación de Popper no recibió mucha atención por parte de los filósofos de la ciencia durante unos diez años, pero en 1974 se publicaron sendas demostraciones de que la formulación era inconsistente, lo que generó un "boom" de intentos, por parte de otros autores, de encontrar una definición de "verosimilitud" más adecuada desde el punto de vista lógico y más útil para entender la dinámica de las teorías científicas. El punto culminante de ese "boom" fue en la segunda mitad de los 80, cuando aparecieron varios libros muy importantes sobre el tema (destacando los de Ilkka Niiniluoto y Theo Kuipers), y que fue justo cuando García-Bermejo me animó a investigar sobre él para mi tesis doctoral (hasta entonces, yo tonteaba con un proyecto sobre la idea de "base empírica" en la concepción estructuralista de la ciencia, algo sobre lo que finalmente publiqué un par de papers más de una década después).
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El caso es que, para gran sorpresa (creo) de mi director y de los miembros del tribunal que me concedió el doctorado, conseguí hacer algo que por aquel entonces (principios de los 90) era absolutamente insólito en el mundillo hispánico de la filosofía de la ciencia: publicar un artículo con el resumen de mis principales ideas sobre el tema en una de las mejores revistas del mundo en el área de la filosofía analítica (Synthèse; el artículo se tituló "Truthlikeness without Truth: A Methodological Approach", 1992). La sorpresa debió de ser mayor teniendo en cuenta que yo nunca había hecho estudios en el extranjero, ni tenido una estancia de investigación en otro país, y ni siquiera había acudido a ningún congreso fuera de España, y para más inri, yo prácticamente no hablaba inglés (en el colegio y el instituto había estudiado francés, y mi inglés se reducía a algunos cursos esporádicos en academias y, por supuesto, a muchas lecturas de libros y artículos académicos). La revisión idiomática de aquel manuscrito ha tenido que ser una de las más titánicas que nunca hayan hecho en la oficina editorial de Synthèse, y recuerdo recibir -por fax- algo así como cuatro o cinco páginas de correcciones. Con suerte, aunque sin haber pisado un aula de inglés más que unas pocas veces desde entonces, ahora mi dominio del idioma ha mejorado lo suficiente para que las revistas no pongan el grito en el cielo al recibir mis manuscritos.
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Pero no era este el asunto del que quería hablar. El caso es que seguí publicando durante los siguientes años algunos artículos sobre verosimilitud, pero, para mi pasmo, el interés mundial por el tema se volatilizó casi inmediatamente después de que me incorporase a la discusión académica sobre el tema: en la segunda mitad de los 90, y no digamos ya a partir del 2000, ha sido poquísimo lo que se ha publicado sobre ello. Sospecho incluso que buena parte de los filósofos de la ciencia más jóvenes ni siquiera han oído hablar del tema, y si lo han hecho, lo consideran como una especie de "intento fallido" que se abandonó por conducir a un montón de dificultades... ¡dificultades que precisamente mi propia teoría de la verosimilitud permitía resolver de manera bien elegante!
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Algo muy semejante pasó con mi segunda tesis. La idea de una "economía del conocimiento científico" fue cuajando en los años 90 como una especie de respuesta a la postura fuertemente relativista conocida como "sociología del conocimiento científico" (posición ésta que afirmaba que los científicos deciden aceptar una u otra teoría en función de cómo de beneficiosa es dicha aceptación para sus "intereses sociales"). Autores como Philip Kitcher y Alvin Goldman pensaron que, si en lugar de analizar mediante teorías sociológicas (en general, marxistas o post-estructuralistas) el comportamiento de los científicos al competir y cooperar entre ellos, hacíamos ese análisis con las herramientas de la microeconomía (es decir, la teoría de la decisión racional y la teoría de juegos), tal vez podríamos mostrar que la búsqueda del propio interés no conducía necesariamente a la falta de valor epistemológico propiamente dicha de los resultados de la ciencia, y que incluso al contrario: tal vez la persecución por parte de los científicos de sus propios intereses (como fama, poder, recursos, etc.) era lo que conducía a que los conocimientos científicos fueran mucho mejores como conocimiento que lo que tendríamos si la ciencia fuera una especie de paraíso altruista. Al fin y al cabo, una de las ideas básicas de la teoría económica es la de que la competencia es lo que lleva a la eficacia en la asignación de recursos. Esta "economía del conocimiento científico" aparecía, así, como una especie de solución mágica que permitiría defender a la vez la racionalidad de la ciencia y el hecho de que, en su día a día y en sus estructuras institucionales, la ciencia es una arena de luchas de poder (a lo Juego de Tronos, digamos); tendríamos gracias a ello lo mejor de los dos mundos, o sea, de los enfoques "racionalistas" sobre el conocimiento científico, y de los enfoques "sociologistas".
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Como en el caso anterior, también logré publicar algunos trabajos sobre el tema en revistas de primera línea (aunque en este caso no creo que nadie se sorprendiera ya), e incluso fui encargado, varios años más tarde, de elaborar algunos artículos panorámicos sobre el asunto para publicaciones del máximo nivel (algo en lo que también fui de los pioneros dentro de la filosofía de la ciencia en España). Pero... volvió a pasar. Tras las valientes intentonas de Kitcher y Goldman, y tras un puñado de trabajos por parte de unos cuantos economistas (y, en cantidad todavía menor, filósofos), incluso los propios iniciadores del asunto dejaron de trabajar en él. Es más, desde 2005 no se ha publicado prácticamente nada sobre el tema, casi con la única excepción de dos o tres artículos míos, y, como en el caso de la verosimilitud, mi impresión es que la mayor parte de los filósofos de la ciencia sencillamente ignoran que existe.
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Así que, ya lo sabéis, si alguien tiene un interés especial en que se deje de hablar sobre un tema, la solución es fácil: por un precio que negociaríamos, estaría dispuesto a hacer una nueva tesis doctoral.
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