Lo malo de morirse -aparte, por supuesto, del dolor de los familiares, que es lo más importante, y del sufrimiento previo que casi todas las muertes suelen conllevar- es no enterarse de nada de lo que va a ocurrir después. Esto no hay dios que lo remedie, así que se me ha ocurrido algo para, cuando menos, mitigar la rabia que me da esa ignorancia.
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Es un proyecto a larguísimo plazo, y como tal, de muy incierto cumplimiento, pero no por ello me voy a echar para atrás. ¿Quién dijo miedo? El juego durará, como mucho, lo que dure la tecnología que lo soporte, salvo que alguna persona solidaria lo renueve del modo que entonces sea oportuno: vayan mis más profundos agradecimientos hacia ella desde este humilde diecinueve de noviembre de 2017.
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Se trata simplemente de que en los comentarios a esta entrada del blog alguien me cuente, cada veinticinco años, las principales novedades que hayan ocurrido en el cuarto de siglo anterior. Puede hacerlo cualquiera; esto es, cualquier persona que se encuentre con el blog y decida contármelo. ¿Por qué cada veinticinco años? Solo porque es una fracción entera de un siglo, lo bastante larga como para que hayan ocurrido algunos cambios sustanciales en los asuntos que más me interesan (o que los futuros colaboradores piensen que me habrían interesado), pero no tan larga como para hacer casi imposible la continuidad de esa imaginaria comunidad de colaboradores.
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Los temas que me atraen, ya sabéis que son de lo más variopinto: qué novedades han ocurrido en la política, en la ciencia, en la filosofía, en la investigación histórica, arqueológica y filológica, en qué se diferencia el cine, la literatura, la música o las artes en general con respecto a lo que se apuntó en ocasiones anteriores, qué desarrollos tecnológicos han cambiado más la sociedad, cómo va la salud del medioambiente, qué hay de la exploración espacial, etc., etc.
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Me consta que un problema técnico difícil (aunque no más que el mantener una cadena de personas que se encargue de esto, o el de la obsolescencia de los soportes informáticos necesarios para el proyecto) es, naturalmente, el que se deriva de que a día de hoy, por suerte, no sabemos aún la fecha en la que moriré. Ahora me falta poco para cumplir los 54, así que, si fijamos esta fecha como inicio del proyecto, tengo razonables esperanzas de ser yo mismo quien escriba algunos de los comentarios dentro de 25 años, el 19 de noviembre de 2042. Confío en que alguien pueda empezar a llevar la cuenta en el momento en que llegue el día.
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Saludos a todos y a todas desde un pasado que ojalá no echéis demasiado de menos.
domingo, 19 de noviembre de 2017
domingo, 8 de octubre de 2017
Algunos pensamientos sobre el problema catalán
1. En los estados democráticos, no existe el derecho de un territorio (o de la sociedad que lo habita) a separarse del estado al que pertenece. Existe, como máximo, el derecho del estado a conceder a uno de sus territorios el derecho a decidir si quiere separarse. Las constituciones de muchos estados democráticos no reconocen al propio estado ese derecho, aunque en general podrían ser enmendadas o reformadas para reconocerlo. Pero, insisto, en ningún caso hay algo así en la legislación internacional como "el derecho de un territorio a separarse unilateralmente del estado (democrático) al que pertenece". Proclamas como la reciente de Artur Mas, diciendo que "nos hemos ganado el derecho a ser independientes", sólo tienen contenido emocional para quien quiera compartir esas emociones, o para quien pueda encontrar en ellas a un aliado en sus propias batallitas mentales, pero carecen absolutamente de la más mínima validez ni fundamentación jurídica.
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2. Plantear la lucha de los secesionistas catalanes por la independencia como un ejemplo o continuación de pasadas o no tan pasadas "luchas por la libertad" (la liberación de las colonias, de los esclavos, de las mujeres, de las ex-repúblicas soviéticas, de los judíos, de los palestinos, de los homosexuales, etc.) es, en el mejor de los casos, un chiste de mal gusto. Ver en la sociedad catalana de hoy en día a un "pueblo oprimido" solo es posible desde una mentalidad absolutamente alejada de cualquier principio de realismo. No solo comparten los catalanes los mismos derechos civiles y políticos que cualquier habitante de cualquier región de cualquier país de la Unión Europea o de otros estados, sino que gozan de una cuota de autogobierno muy superior a la de la inmensa mayoría de las regiones de esos estados; tanto, que si Cataluña fuese ahora, por ejemplo, un departamento de Francia, el movimiento independentista se daría con un canto en los dientes por conseguir que el estado francés les concediera una cuarta parte de la autonomía que tienen en España. El control del gobierno autonómico catalán sobre todo aquello que tiene que ver con la "defensa de la identidad catalana" lleva siendo casi absoluto desde las primeras elecciones autonómicas hace ya casi cuatro décadas. El secesionismo es, además, claramente predominante entre las clases sociales más privilegiadas de Cataluña, las que no han tenido ningún problema en disponer de recursos públicos y privados para organizar su vida y la de la sociedad como les ha parecido mejor. Si gente como los Pujol, los Sala-i-Martín o los Llach representan a un grupo social "oprimido", yo soy Cleopatra y Marco Antonio juntos.
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3. A pesar de lo dicho en los puntos 1 y 2, es posible y deseable, por supuesto, una salida dialogada a la situación de tensión provocada por los recientes desafíos de los secesionistas. Pero tiene que estar meridianamente claro que "salida dialogada" no tiene por qué significar "una forma consensuada con el estado de organizar un referéndum de autodeterminación" (aunque, por poder, eso podría estar entre los posibles acuerdos; sólo digo que no hay que asumir que necesariamente tendría que estarlo). El diálogo también tendría que poder servir para que los dirigentes secesionistas se vean incentivados a encontrar fórmulas mediante las que rebajar la tensión social que han alimentado y de la que se han aprovechado políticamente en los últimos años. También deberían asumir que la "negociación" podría incluir, no la cesión de aún más autonomía, sino quizá la devolución de algunas competencias al estado central, o la reorganización consensuada con el estado de algunos aspectos del ordenamiento jurídico catalán. O, lo que sería más razonable, un intercambio de "gestos" en ambas direcciones. En especial, el estado debería exigir que los elementos de autogobierno que se conceden a Cataluña no sean deslealmente utilizados en el futuro para seguir alimentando la fiebre independentista.
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4. En particular, el estado debería hacer valer el hecho de que una Cataluña independiente con más o menos la mitad de su población contraria a esa independencia se enfrentaría a un problema interno muchísimo más grave que lo grave que puede ser para España la existencia de una ligera mayoría independentista en Cataluña. En el hipotético caso de que se llegase a negociar la celebración de un referéndum de autodeterminación, ni las preguntas a formular, ni las condiciones en las que el resultado del referéndum legitimase la independencia, habría que dejar que las decidieran unilateralmente los secesionistas. Por ejemplo, para que el resultado fuese válido se debería establecer una participación mínima muy alta (no menor de tres cuartos del censo), una mayoría reforzada para cambiar el statu quo (sutancialmente mayor que un mero 50% de votos favorables a la independencia; cuánto de mayor, ya se vería), y la posibilidad de que territorios catalanes claramente contrarios a la independencia pudieran seguir formando parte del estado español.
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5. Y a todo esto, un aplauso desde aquí a Josep Borrell. Qué gran presidente del gobierno perdimos la ocasión de tener por la cortedad de miras de tanta gente de su partido.
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2. Plantear la lucha de los secesionistas catalanes por la independencia como un ejemplo o continuación de pasadas o no tan pasadas "luchas por la libertad" (la liberación de las colonias, de los esclavos, de las mujeres, de las ex-repúblicas soviéticas, de los judíos, de los palestinos, de los homosexuales, etc.) es, en el mejor de los casos, un chiste de mal gusto. Ver en la sociedad catalana de hoy en día a un "pueblo oprimido" solo es posible desde una mentalidad absolutamente alejada de cualquier principio de realismo. No solo comparten los catalanes los mismos derechos civiles y políticos que cualquier habitante de cualquier región de cualquier país de la Unión Europea o de otros estados, sino que gozan de una cuota de autogobierno muy superior a la de la inmensa mayoría de las regiones de esos estados; tanto, que si Cataluña fuese ahora, por ejemplo, un departamento de Francia, el movimiento independentista se daría con un canto en los dientes por conseguir que el estado francés les concediera una cuarta parte de la autonomía que tienen en España. El control del gobierno autonómico catalán sobre todo aquello que tiene que ver con la "defensa de la identidad catalana" lleva siendo casi absoluto desde las primeras elecciones autonómicas hace ya casi cuatro décadas. El secesionismo es, además, claramente predominante entre las clases sociales más privilegiadas de Cataluña, las que no han tenido ningún problema en disponer de recursos públicos y privados para organizar su vida y la de la sociedad como les ha parecido mejor. Si gente como los Pujol, los Sala-i-Martín o los Llach representan a un grupo social "oprimido", yo soy Cleopatra y Marco Antonio juntos.
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3. A pesar de lo dicho en los puntos 1 y 2, es posible y deseable, por supuesto, una salida dialogada a la situación de tensión provocada por los recientes desafíos de los secesionistas. Pero tiene que estar meridianamente claro que "salida dialogada" no tiene por qué significar "una forma consensuada con el estado de organizar un referéndum de autodeterminación" (aunque, por poder, eso podría estar entre los posibles acuerdos; sólo digo que no hay que asumir que necesariamente tendría que estarlo). El diálogo también tendría que poder servir para que los dirigentes secesionistas se vean incentivados a encontrar fórmulas mediante las que rebajar la tensión social que han alimentado y de la que se han aprovechado políticamente en los últimos años. También deberían asumir que la "negociación" podría incluir, no la cesión de aún más autonomía, sino quizá la devolución de algunas competencias al estado central, o la reorganización consensuada con el estado de algunos aspectos del ordenamiento jurídico catalán. O, lo que sería más razonable, un intercambio de "gestos" en ambas direcciones. En especial, el estado debería exigir que los elementos de autogobierno que se conceden a Cataluña no sean deslealmente utilizados en el futuro para seguir alimentando la fiebre independentista.
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4. En particular, el estado debería hacer valer el hecho de que una Cataluña independiente con más o menos la mitad de su población contraria a esa independencia se enfrentaría a un problema interno muchísimo más grave que lo grave que puede ser para España la existencia de una ligera mayoría independentista en Cataluña. En el hipotético caso de que se llegase a negociar la celebración de un referéndum de autodeterminación, ni las preguntas a formular, ni las condiciones en las que el resultado del referéndum legitimase la independencia, habría que dejar que las decidieran unilateralmente los secesionistas. Por ejemplo, para que el resultado fuese válido se debería establecer una participación mínima muy alta (no menor de tres cuartos del censo), una mayoría reforzada para cambiar el statu quo (sutancialmente mayor que un mero 50% de votos favorables a la independencia; cuánto de mayor, ya se vería), y la posibilidad de que territorios catalanes claramente contrarios a la independencia pudieran seguir formando parte del estado español.
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5. Y a todo esto, un aplauso desde aquí a Josep Borrell. Qué gran presidente del gobierno perdimos la ocasión de tener por la cortedad de miras de tanta gente de su partido.
miércoles, 13 de septiembre de 2017
¿Y si la solución no es sólo más feminismo?
Os dejo el enlace a mi artículo del pasado mes de julio en VozPópuli.
sábado, 15 de julio de 2017
¿Progresista y liberal?
Os dejo el enlace a mi artículo "¿Progresista y liberal?", publicado en El País el pasado 10 de junio.
miércoles, 12 de julio de 2017
miércoles, 24 de mayo de 2017
ALÉTHEIA: La historia de la verdad
Hace más o menos cinco mil años, o sea, cuando faltaba tanto tiempo para que naciera el filósofo Parménides como tiempo ha pasado desde entonces, vivían los "griegos" como un pueblo de pastores al norte de la cordillera de los Balcanes. No sólo no se les pasaba por la cabeza que algún día sus descendientes darían origen a una maravillosa civilización en las costas del mar Egeo, sino que ni siquiera habían oído hablar de las tierras que luego se llamarían la Hélade. Agamenón, Ulises, Herodoto, Aristóteles, Arquímedes, Cleopatra, Luciano e Hipatia no eran ni tan siquiera un sueño.
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La historia que voy a contaros es la de un chaval, Protómaco, que vivía en una de aquellas aldeas montañosas cuidando un rebaño de cabras. La verdad es que Protómaco pasaba gran parte del tiempo lejos de la aldea, en un pequeño valle donde dejaba ramonear a sus cabras todo el día, antes de encerrarlas en un redil de piedras e irse a descansar él mismo en una diminuta y basta choza, cuya entrada cubría una cortina de lana, deslucida y raída, pero que proporcionaba la suficiente intimidad para que nadie pudiese ver desde el exterior las prácticas a las que el hiperhormonado adolescente sometía cada dos por tres a alguna de sus cabras.
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Un día, el viejo Tiresias, el cotilla oficial de la tribu, andaba deambulando por las montañas, meditando en sus cosas, o sea, en las de todos y cada uno de los habitantes de la aldea y de las cuatro o cinco aldeas más próximas, cuando escuchó un balido un poco extraño procedente de la cabaña de Protómaco. Pensando que quizá el chico necesitase ayuda para asistir al parto de un cabritillo, o algo así, Tiresias se llegó a la cabaña, descubrió la cortina, y se encontró al chaval con la túnica levantada y en muy comprometida posición tras la grupa de una preciosa y nívea cabrita, que lanzaba de vez en cuando alguno de aquellos extraños balidos que habían llamado la atención del anciano.
.
Tiresias volvió a cerrar la cortina sin tiempo para que Protómaco le explicase nada y salió pitando de allí. El chico, abochornado, tardó unos cuantos días en atreverse a volver a bajar a la aldea, pero cuando lo hizo, comprobó que allí no se hablaba de otra cosa que de su aventura caprina. Quíone, su madre, fue lo primero a lo que se refirió en cuanto lo encontró, bromeando con unos cuantos amigotes en el ágora del poblado:
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-¿Es verdad lo que va contando Tiresias por ahí? ¿Es verdad que te ha descubierto? -le preguntó sin disimular ni un ápice su enfado.
.
Lo de "¿es verdad?" lo dijo como lo decían los griegos de entonces: "¿ésti órthos?", o sea, digamos, algo así como "es recto", o "es correcto". Una expresión, "órthos", emparentada con la palabra "rásti" (que también significa "recto") que se usa para decir "verdad" en algunas lenguas iranias, tan indoeuropeas como el griego.
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La respuesta de Protómaco, envalentonado por la presencia de sus amigotes, a los que la historia de las cabras no dejaba de darles un puntito de envidia, causó gran hilaridad entre la muchachada.
.
-No es verdad, es descubierto -contestó, e intentando hacerse oír sobre las risas de sus amigos, que con aquella aclaración se reían aún más, continuó-: Tiresias descubrió lo que descubrió al retirar la cortina que me cubría. Eso dice él, pero a saber lo que vio.
.
"Descubierto" era, en la lengua de aquellos proto-griegos, "alethés" (de "léthein", o sea, "cubrir"). En fin, la cosa no pasó de ahí, aunque a Quíone no le hizo ninguna gracia la broma de su hijo y se encargó de manifestar su mal humor durante mucho tiempo, cada vez que lo volvía a ver. La única consecuencia importante que tuvo aquella anécdota fue un minúsculo cambio en la forma de hablar de los amigotes de Protómaco. Cada vez que tenían que emplear la palabra "verdadero" o "verdad", en vez del "órthos" de toda la vida, decían "alethés", y se partían de risa, imaginándose a Tiresias descorriendo la cortina y encontrando al otro lado la escena del chico y la cabra.
.
Tanto fue el éxito de aquella broma, que al cabo de unos años casi nadie en la aldea utilizaba la expresión "órthos" para decir que algo es verdadero (aunque seguían haciéndolo para indicar que algo, como una rama o un camino, era recto). Las risas que acompañaban al uso de la nueva expresión fueron haciéndose cada vez menos intensas, y al final los amigos de Protómaco, en su vejez, únicamente sonreían un poco al decirla, o guiñaban un ojo. Los hijos y los nietos de estos ancianos, a los que nunca nadie les había contado por qué para decir que lo que alguien estaba contando era verdad se decía que era "alethés", y a para decir que uno tiene que contar la verdad se decía la "alethéia", esos nuevos griegos simplemente adoptaron el uso de la expresión sin cuestionárselo, aunque un poco extrañados porque sus mayores pusieran esa cara de misterio al usarlo. Aquello contribuyó a que los descendientes de Protómaco y sus amigos considerasen la verdad (o sea, la "alethéia") como algo todavía más importante que como la consideraban antes del episodio erótico-caprino.
.
¿Y qué pasó con nuestro amigo el joven zoófilo? Lo cierto (lo "alethés") es que le costó encontrar pareja (quiero decir, pareja humana), pues las chicas de la aldea se lo pensaban mucho antes de dejar que aquel miembro viril acostrumbrado a otro tipo de orificios penetrase en los suyos, pero al final la tentación de los rebaños de Protómaco fue un argumento insuperable para que alguna familia decidiera unirse a la del chico, y formó un matrimonio feliz que tuvo muchos hijos, a los que, en honor de la fuente de riqueza de aquel clan, terminaron llamando "los Corintios", o sea, "los de las cabras", pues "koré" es como llamaban los griegos a aquella especie de artiodácticos.
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La historia que voy a contaros es la de un chaval, Protómaco, que vivía en una de aquellas aldeas montañosas cuidando un rebaño de cabras. La verdad es que Protómaco pasaba gran parte del tiempo lejos de la aldea, en un pequeño valle donde dejaba ramonear a sus cabras todo el día, antes de encerrarlas en un redil de piedras e irse a descansar él mismo en una diminuta y basta choza, cuya entrada cubría una cortina de lana, deslucida y raída, pero que proporcionaba la suficiente intimidad para que nadie pudiese ver desde el exterior las prácticas a las que el hiperhormonado adolescente sometía cada dos por tres a alguna de sus cabras.
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Un día, el viejo Tiresias, el cotilla oficial de la tribu, andaba deambulando por las montañas, meditando en sus cosas, o sea, en las de todos y cada uno de los habitantes de la aldea y de las cuatro o cinco aldeas más próximas, cuando escuchó un balido un poco extraño procedente de la cabaña de Protómaco. Pensando que quizá el chico necesitase ayuda para asistir al parto de un cabritillo, o algo así, Tiresias se llegó a la cabaña, descubrió la cortina, y se encontró al chaval con la túnica levantada y en muy comprometida posición tras la grupa de una preciosa y nívea cabrita, que lanzaba de vez en cuando alguno de aquellos extraños balidos que habían llamado la atención del anciano.
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Tiresias volvió a cerrar la cortina sin tiempo para que Protómaco le explicase nada y salió pitando de allí. El chico, abochornado, tardó unos cuantos días en atreverse a volver a bajar a la aldea, pero cuando lo hizo, comprobó que allí no se hablaba de otra cosa que de su aventura caprina. Quíone, su madre, fue lo primero a lo que se refirió en cuanto lo encontró, bromeando con unos cuantos amigotes en el ágora del poblado:
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-¿Es verdad lo que va contando Tiresias por ahí? ¿Es verdad que te ha descubierto? -le preguntó sin disimular ni un ápice su enfado.
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Lo de "¿es verdad?" lo dijo como lo decían los griegos de entonces: "¿ésti órthos?", o sea, digamos, algo así como "es recto", o "es correcto". Una expresión, "órthos", emparentada con la palabra "rásti" (que también significa "recto") que se usa para decir "verdad" en algunas lenguas iranias, tan indoeuropeas como el griego.
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La respuesta de Protómaco, envalentonado por la presencia de sus amigotes, a los que la historia de las cabras no dejaba de darles un puntito de envidia, causó gran hilaridad entre la muchachada.
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-No es verdad, es descubierto -contestó, e intentando hacerse oír sobre las risas de sus amigos, que con aquella aclaración se reían aún más, continuó-: Tiresias descubrió lo que descubrió al retirar la cortina que me cubría. Eso dice él, pero a saber lo que vio.
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"Descubierto" era, en la lengua de aquellos proto-griegos, "alethés" (de "léthein", o sea, "cubrir"). En fin, la cosa no pasó de ahí, aunque a Quíone no le hizo ninguna gracia la broma de su hijo y se encargó de manifestar su mal humor durante mucho tiempo, cada vez que lo volvía a ver. La única consecuencia importante que tuvo aquella anécdota fue un minúsculo cambio en la forma de hablar de los amigotes de Protómaco. Cada vez que tenían que emplear la palabra "verdadero" o "verdad", en vez del "órthos" de toda la vida, decían "alethés", y se partían de risa, imaginándose a Tiresias descorriendo la cortina y encontrando al otro lado la escena del chico y la cabra.
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Tanto fue el éxito de aquella broma, que al cabo de unos años casi nadie en la aldea utilizaba la expresión "órthos" para decir que algo es verdadero (aunque seguían haciéndolo para indicar que algo, como una rama o un camino, era recto). Las risas que acompañaban al uso de la nueva expresión fueron haciéndose cada vez menos intensas, y al final los amigos de Protómaco, en su vejez, únicamente sonreían un poco al decirla, o guiñaban un ojo. Los hijos y los nietos de estos ancianos, a los que nunca nadie les había contado por qué para decir que lo que alguien estaba contando era verdad se decía que era "alethés", y a para decir que uno tiene que contar la verdad se decía la "alethéia", esos nuevos griegos simplemente adoptaron el uso de la expresión sin cuestionárselo, aunque un poco extrañados porque sus mayores pusieran esa cara de misterio al usarlo. Aquello contribuyó a que los descendientes de Protómaco y sus amigos considerasen la verdad (o sea, la "alethéia") como algo todavía más importante que como la consideraban antes del episodio erótico-caprino.
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¿Y qué pasó con nuestro amigo el joven zoófilo? Lo cierto (lo "alethés") es que le costó encontrar pareja (quiero decir, pareja humana), pues las chicas de la aldea se lo pensaban mucho antes de dejar que aquel miembro viril acostrumbrado a otro tipo de orificios penetrase en los suyos, pero al final la tentación de los rebaños de Protómaco fue un argumento insuperable para que alguna familia decidiera unirse a la del chico, y formó un matrimonio feliz que tuvo muchos hijos, a los que, en honor de la fuente de riqueza de aquel clan, terminaron llamando "los Corintios", o sea, "los de las cabras", pues "koré" es como llamaban los griegos a aquella especie de artiodácticos.
martes, 23 de mayo de 2017
viernes, 12 de mayo de 2017
sábado, 15 de abril de 2017
Defendiendo las humanidades sin mitos
Hace no mucho tiempo desplegué, en un artículo en El País, una
pequeña crítica a algunos de los argumentos con los que suele defenderse la
enseñanza de las humanidades. En concreto, ofrecí allí algunas razones para
sospechar que haber estudiado humanidades no lo podemos considerar en serio
como algo imprescindible para el funcionamiento de la democracia ni para la
realización personal, y mucho menos como algo que pueda “garantizar” ambas
cosas (sobre todo teniendo en cuenta el exiguo nivel de conocimientos
humanísticos que de hecho alcanza una gran mayoría de la población con el
sistema educativo actual). También criticaba la idea de que las humanidades
estén siendo arrinconadas por algo así como “saberes mercantilistas”, y la
incoherencia de pedir con una mano más puestos de trabajo mientras con la otra
se condena todo lo que tenga que ver con la “empleabilidad”.
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Dados los límites de aquel texto, no quedaba espacio para ofrecer argumentos positivos en defensa de la enseñanza de las humanidades, y dicha ausencia la tomaron algunos de sus lectores como si mi intención disimulada hubiera sido, sin más, la de apoyar a quienes supuestamente están conspirando para que nuestros jóvenes sepan cada vez menos historia, literatura, lenguas clásicas o filosofía, lo que, por supuesto, no podía estar más lejos de mi intención. Todo lo contrario: es el intentar defender la enseñanza de las humanidades con argumentos que se caen por su propio peso, y que en el mejor de los casos sólo consiguen reconfortar el ánimo de los ya convencidos, lo que resulta una estrategia retórica no sólo ineficaz sino contraproducente, pues tiende a dejar en los demás la sensación de que, en el fondo, si los argumentos que se utilizan en defensa de las humanidades son tan malos, será porque la verdadera motivación de sus defensores es menos confesable. Y, claro, en ese caso es fácil que quienes no están directamente afectados por la polémica concluyan que esa motivación no es otra que la de defender unos ciertos privilegios heredados. Mi artículo no pretendía otra cosa que ayudar a mis colegas a darse cuenta del fuerte olor a corporativismo que exhalan algunos de sus argumentos fuera de los círculos en los que ellos y ellas están acostumbrados a hablarse y escucharse. Las humanidades, como todo lo demás, deben ser defendidas sin recurrir a mitos.
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Dados los límites de aquel texto, no quedaba espacio para ofrecer argumentos positivos en defensa de la enseñanza de las humanidades, y dicha ausencia la tomaron algunos de sus lectores como si mi intención disimulada hubiera sido, sin más, la de apoyar a quienes supuestamente están conspirando para que nuestros jóvenes sepan cada vez menos historia, literatura, lenguas clásicas o filosofía, lo que, por supuesto, no podía estar más lejos de mi intención. Todo lo contrario: es el intentar defender la enseñanza de las humanidades con argumentos que se caen por su propio peso, y que en el mejor de los casos sólo consiguen reconfortar el ánimo de los ya convencidos, lo que resulta una estrategia retórica no sólo ineficaz sino contraproducente, pues tiende a dejar en los demás la sensación de que, en el fondo, si los argumentos que se utilizan en defensa de las humanidades son tan malos, será porque la verdadera motivación de sus defensores es menos confesable. Y, claro, en ese caso es fácil que quienes no están directamente afectados por la polémica concluyan que esa motivación no es otra que la de defender unos ciertos privilegios heredados. Mi artículo no pretendía otra cosa que ayudar a mis colegas a darse cuenta del fuerte olor a corporativismo que exhalan algunos de sus argumentos fuera de los círculos en los que ellos y ellas están acostumbrados a hablarse y escucharse. Las humanidades, como todo lo demás, deben ser defendidas sin recurrir a mitos.
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Antes de nada, debemos tener claro qué es lo que
pretendemos defender exactamente al “defender las humanidades”. Habría muchas
respuestas posibles a esta pregunta, pero me quedo con la siguiente, que pienso
que encaja con lo que la gran mayoría de “defensores” está realmente pensando: a lo que se aspira es a que un porcentaje
lo más alto posible de ciudadanos alcancen un conocimiento bastante amplio y no
meramente superficial de lo que suele enseñarse en las asignaturas que, grosso modo, llamamos “de humanidades”.
Esto, digamos, sería el fin último, mientras que el instrumento o el medio
considerado como óptimo para alcanzar dicho objetivo sería que en todos los niveles de enseñanza existiera una oferta abundante de
horas de clase de esas asignaturas, en muchos casos como asignaturas
obligatorias. No niego que “defender las humanidades” puede significar
también otras cosas, ni que tal vez existan otros medios de difundir su
conocimiento que no sean a través de las enseñanzas regladas, pero ahora voy a
abordar exclusivamente el objetivo y el instrumento que he señalado.
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La cuestión pendiente, por supuesto,
es la de cuáles pueden ser las razones realmente válidas por las que es
importante que el Estado obligue a niños y jóvenes a estudiar un elevado número
de horas de asignaturas humanísticas (o por qué es importante que los
ciudadanos las demanden), y en consecuencia, por qué es necesario que dediquemos
una parte no despreciable de los impuestos o de otros recursos económicos a formar
y a contratar a un elevado número de profesores de esas materias. Creo que lo
primero que debemos hacer al abordar esta cuestión es considerar que no se
trata de un regateo entre las humanidades por un lado, y “todo lo demás” por el
otro (con los inevitables debates sobre qué materias son propiamente
“humanidades”), sino plantearnos más bien los objetivos de la educación en
general, y examinar después la contribución que las asignaturas humanísticas
pueden aportar para el logro de tales objetivos.
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Obviamente, una realidad social tan compleja como la
educación no puede reducirse a una sola “finalidad”: el sistema de enseñanza
siempre cumple múltiples objetivos, de manera que son absurdas las proclamas
del tipo “la educación no debe formar trabajadores, sino ciudadanos”, u otras
por el estilo. Aspiramos a un sistema educativo universal y de alta calidad por
muchas y muy variadas razones: porque queremos, entre otras muchas cosas, una
ciudadanía capaz de defender sus derechos y de asumir sus responsabilidades,
pero también porque aspiramos a una sociedad en la que el acceso a una
enseñanza de calidad no suponga una barrera social infranqueable, porque
queremos vivir en una sociedad en la que haya gente que nos ayude a conseguir todos
los bienes y servicios de los que deseamos disfrutar, porque queremos que
nuestros hijos adquieran habilidades que les sirvan para llevar una vida
autónoma, porque deseamos transmitir el patrimonio cultural a las siguientes
generaciones, y también (que todo hay que decirlo) porque nos parece necesario
para el óptimo desarrollo psicosocial de los chavales que pasen mucho tiempo en
compañía de gente de su edad en un entorno razonablemente seguro, sobre todo si
en la mayoría de los hogares no hay ningún adulto durante gran parte del día.
Cada persona dará más o menos importancia a estos y a otros fines, y los
modulará de forma diferente a como hagan otros, pero lo importante es conseguir
que haya un sistema educativo que permita satisfacer y compatibilizar en la
mayor medida posible todas y cada una de estas legítimas exigencias.
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¿Cómo contribuye a todos estos fines el aprendizaje de las humanidades? Naturalmente, a algunos fines puede contribuir más y a otros menos. Por ejemplo, si entendemos como parte del aprendizaje humanístico la capacidad de usar el lenguaje (y mejor más de uno) con la mayor riqueza y precisión posibles, es obvio que estas enseñanzas serán fundamentales para muchos de aquellos objetivos, pero quizá otros elementos de las humanidades no tengan una contribución tan evidente a casi ninguno de ellos, sobre todo cuando tenemos en cuenta, no lo que dicen los currículos oficiales que se debe enseñar, sino lo que dice la realidad acerca de cuánto consigue efectivamente aprender la mayoría.
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¿Cómo contribuye a todos estos fines el aprendizaje de las humanidades? Naturalmente, a algunos fines puede contribuir más y a otros menos. Por ejemplo, si entendemos como parte del aprendizaje humanístico la capacidad de usar el lenguaje (y mejor más de uno) con la mayor riqueza y precisión posibles, es obvio que estas enseñanzas serán fundamentales para muchos de aquellos objetivos, pero quizá otros elementos de las humanidades no tengan una contribución tan evidente a casi ninguno de ellos, sobre todo cuando tenemos en cuenta, no lo que dicen los currículos oficiales que se debe enseñar, sino lo que dice la realidad acerca de cuánto consigue efectivamente aprender la mayoría.
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Pues bien, ¿por qué es importante defender una presencia
sustancial de las humanidades en todos los niveles de enseñanza? No lo es,
expliqué hace algún tiempo, para salvaguardar la democracia, para garantizar
nuestra realización personal, o para resistir a una supuesta tendencia hacia
meros “saberes economicistas”. ¿Para qué, entonces? Pienso que existe una razón
que por sí sola lo justifica, y tras la que no sería realmente necesario
ofrecer razones adicionales (aunque lo haré, porque las hay). Esta razón no es
más que el hecho de que las humanidades forman parte del patrimonio colectivo y
de la riqueza cultural de nuestras sociedades, y todos los ciudadanos tienen el derecho
de acceder en igualdad de condiciones a ese patrimonio y a las ventajas que
pueda conllevar su posesión, con independencia de si han tenido la suerte
de nacer en una familia que les transmita el amor a la cultura y al
conocimiento, y que pueda financiarles el elevado coste de una buena educación.
Sea lo que sea lo bueno que cada uno pueda sacar del estudio de las humanidades,
no debemos dejar que sea cosa reservada a unos pocos privilegiados. La relación
que se sigue de aquí entre humanidades y democracia es justo la opuesta a la
que criticaba en mi otro artículo: no es que un conocimiento muy extendido de
las humanidades sea un medio para alcanzar el fin de una “democracia más
perfecta”, sino que más bien queremos que la sociedad sea democrática para que gracias a ello la mayoría de
las personas puedan disfrutar, entre otras muchas cosas, de las mieles que
proporcione el saber humanístico.
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Una segunda razón es que la contribución de las humanidades a la formación de los estudiantes
consiste en ampliar y enriquecer su “mundo”, es decir, aquello de lo que
son conscientes que hay a su alrededor y con lo que pueden interactuar, o al
menos, con lo que pueden y deben “contar”. Asimismo, muchos de estos saberes
también contribuyen a que podamos desplazarnos, o “navegar”, de modo más
resuelto por ese mundo más amplio y más rico. Es decir, el conocimiento de las
humanidades nos permite vivir en un “espacio de posibilidades” mucho mayor, y
por lo tanto, contribuye sobre todo a hacernos más libres, pues nuestras
posibilidades son tan variadas y numerosas como nos lo permiten los conceptos
que somos capaces de poner en movimiento para comprender lo que nos rodea.
Aprender a utilizar con cierto virtuosismo una nutrida “caja de herramientas
conceptual”, y saber que los conceptos reflejan una historia que también
determina lo que podemos hacer con ellos, me parece el objetivo más excelente al
que quienes nos dedicamos al cultivo de las humanidades podemos contribuir,
aunque, claro está, es también un objetivo para el que son relevantes muchas
otras disciplinas. Esto es bueno tanto para cada ciudadano individualmente,
permitiéndole acceder a una más amplia variedad de proyectos de vida (aunque
sin garantizarle que los vaya a aprovechar de modo inteligente), como para los
demás, al permitirnos disfrutar de la existencia de una población capaz de
hacer más y mejores cosas.
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Un tercer argumento, quizá más pragmático pero no menos
importante, es que la existencia de un amplio cuerpo de docentes en disciplinas
humanísticas supone también una fuente de riqueza para la sociedad, aunque sólo
sea porque contribuyen a que exista al menos una masa crítica de consumidores,
y a menudo productores, de otros tipos de “bienes culturales” (libros, música,
arte, investigación humanística...), sin la cual sería difícil que estos bienes
llegasen siquiera a ser producidos y, por lo tanto, disfrutados eventualmente
por otros ciudadanos.
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Por último, la mejor manera de “defender las humanidades”
que tenemos las personas que nos dedicamos profesionalmente a ellas consiste,
en mi modesta opinión, en que cada uno de nosotros fomentemos en los demás,
dentro de nuestro ámbito y nuestras posibilidades, el amor hacia nuestras
disciplinas, o por lo menos el gusto por ellas. Cierto es que no podemos
competir fácilmente con otras formas de alcanzar el prestigio social, tales
como aparecer en la portada del Marca
o del Hola (una meta que no está al
alcance de cualquier premio Nobel). Pero si los profesores de estas materias
nos planteamos como objetivo primordial el conseguir que nuestro trabajo de
cada curso haya contribuido a que al menos unas cuantas personas sientan con
más intensidad el deseo de disfrutar con la lectura o con la redacción de un
buen texto, o con la exposición y la crítica de un argumento, o con el
descubrimiento y la comprensión de ciertos hechos históricos, etc., etc.,
habremos hecho de verdad lo mejor que cada uno de nosotros puede hacer en
defensa de las humanidades.
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Para terminar quiero insistir de nuevo en una idea que he
ido mencionando de pasada, y que por ignorarla, los debates sobre este asunto
suelen caer con demasiada frecuencia en la mitología: la enorme diferencia
entre lo que idealmente se supone
que deberíamos enseñar, y lo que materialmente
la mayoría de los alumnos terminan aprendiendo. Creo que confundir ambas cosas
es el error más común en los argumentos con los que se suele defender la enseñanza
universal y muy profunda de las humanidades, pues al indicar cómo de positiva
para la sociedad es esa enseñanza, no parecen tener muy en cuenta lo segundo,
sino únicamente lo primero (digamos, lo maravilloso que sería que la gente
fuese capaz de juzgar la delicadeza de Virgilio o la profundidad de
Schopenhauer, y lo muy miserable que supuestamente será la vida de quien no
alcance tales niveles de erudición). Cualquier defensa razonable de la
enseñanza de las humanidades tiene que asumir, por un mínimo compromiso de
realismo, que la gran mayoría de los estudiantes alcanzarán un nivel de
conocimientos y de competencias muchísimo más modesto que ese “ideal”, o al
menos, tiene que venir acompañada de una reflexión sobre cuánto se supone que
habría que mejorar ese nivel y sobre cómo lograr esa mejora.
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Pero también me parece importante señalar que el conocimiento de las humanidades, a un nivel un poco mayor que el más o menos superficial que se puede alcanzar en la enseñanza obligatoria, no es necesariamente algo que tengan que poseer todos los ciudadanos: lo importante es que tengamos una sociedad culta, en la que la inmensa mayoría tenga un nivel cultural relativamente digno y valoren la cultura en buena medida, pero no tanto que todos sus miembros sean muy cultos y dediquen la mayor parte de su tiempo (de trabajo o de ocio) a actividades de tipo cultural. Es decir, queremos que haya un número elevado de personas con un alto nivel cultural, para que puedan dedicarse con eficacia y éxito a las muchísimas actividades profesionales o de otro tipo en las que una cultura amplia y profunda es útil y necesaria; y queremos también, y esto no es menos importante, que formar parte de ese amplio grupo de personas no dependa básicamente de la suerte de haber nacido en una o en otra familia. Hacer atractivas esas ocupaciones y mostrarlas como alcanzables para el mayor número posible de jóvenes, con independencia de su extracción social, creo que sería una de las mejores formas de demostrar la utilidad de las humanidades.
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Pero también me parece importante señalar que el conocimiento de las humanidades, a un nivel un poco mayor que el más o menos superficial que se puede alcanzar en la enseñanza obligatoria, no es necesariamente algo que tengan que poseer todos los ciudadanos: lo importante es que tengamos una sociedad culta, en la que la inmensa mayoría tenga un nivel cultural relativamente digno y valoren la cultura en buena medida, pero no tanto que todos sus miembros sean muy cultos y dediquen la mayor parte de su tiempo (de trabajo o de ocio) a actividades de tipo cultural. Es decir, queremos que haya un número elevado de personas con un alto nivel cultural, para que puedan dedicarse con eficacia y éxito a las muchísimas actividades profesionales o de otro tipo en las que una cultura amplia y profunda es útil y necesaria; y queremos también, y esto no es menos importante, que formar parte de ese amplio grupo de personas no dependa básicamente de la suerte de haber nacido en una o en otra familia. Hacer atractivas esas ocupaciones y mostrarlas como alcanzables para el mayor número posible de jóvenes, con independencia de su extracción social, creo que sería una de las mejores formas de demostrar la utilidad de las humanidades.
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viernes, 14 de abril de 2017
Entrevista en "El Cultural" sobre "Sacando consecuencias"
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Os dejo el enlace a la entrevista que me han hecho en la revista El Cultural, y que se ha publicado hoy, a propósito del libro Sacando consecuencias.
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martes, 28 de marzo de 2017
Por qué es casi seguro que NO vivimos en una simulación (y 2)
Traducción de mi segunda entrada sobre el tema en Mapping Ignorance.
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En la entrada anterior, describí el argumento de Nick Bostrom a favor de la "hipótesis de la simulación" (o sea, la conjetura de que muy, muy probablemente no vivimos en un "mundo real", sino en algún tipo de simulación informática), y terminé ofreciendo algunas dudas escépticas sobre la estructura del argumento comparándolo con la broma de Bertrand Russell sobre si podemos saber si el universo no ha empezado a existir hace justo cinco minutos. Es hora de abordar más directamente el contenido del argumento de Bostrom.
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Seguramente, la principal razón por la que estamos ante un argumento falaz tiene que ver con su propio contenido, más que con su estructura formal. Su razonamiento se basa en una simple extrapolación a partir del progreso histórico de la tecnología; una extrapolación que es bastante naíf: al contrario que Bostrom, mi impresión es que lo que es bastante probable es que el progreso tecnológico no pueda conducir a ciertas situaciones imaginarias simplemente proyectando las tendencias históricas de los últimos siglos o décadas, sino que más bien lo probable es que cada civilización termine su desarrollo tecnológico en una especie de "meseta" a partir de la cual no sea posible un progreso significativamente mayor (aunque, por supuesto, en muchos casos podemos estar todavía muy lejos de las "mesetas" más elevadas). Después de todo, si la tecnología pudiera progresar indefinidamente, el universo debería estar lleno de señales de civilizaciones mucho más avanzadas que la nuestra.
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Mi principal contra-argumento, de todas formas, es que los datos sobre los que se basa la extrapolación de Bostrom relativa al progreso tecnológico son datos sobre nuestro propio mundo. Por tanto, si nuestro mundo no fuese "real", sino una "simulación", entonces no habría absolutamente ninguna razón para pensar que los datos obtenidos de un mundo falso son relevantes y representativos de lo que ocurriría en un mundo real. Si el argumento de Bostrom fuera correcto, eso implicaría que no podemos usar una de las premisas en las que está basado. Por ejemplo, quizá nuestro mundo es una simulación, pero una llevada a cabo en un universo "real" cuyas leyes físicas (quizá muy diferentes de las que pensamos que el nuestro obedece) sólo permiten a los habitantes "reales" de ese universo la posibilidad de crear un número muy pequeño de simulaciones, no un número astronómicamente alto (recuérdese que el argumento de Bostrom no sólo necesita que en el futuro puedan llevarse a cabo algunas simulaciones, sino un número enorme de ellas).
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Confieso que, llegados a este punto, el argumento de Bostrom me recuerda a otro que también critiqué: el argumento del "filtro explicativo" de William Dembski en defensa del "diseño inteligente". La similitud es relevante por una razón fundamental: en ambos casos la razón por la que el argumento es una falacia es porque se asume que hay sólo tres opciones, cuando en realidad hay muchísimas más. En el caso de Dembski, las opciones era que la vida sólo podía explicarse por "causas deterministas", por "azar" o por "diesño"; en el caso de Bostrom, o bien las simulaciones cósmicas perfectas existen, o son implausibles porque las civilizaciones colapsan necesariamente antes de alcanzar ese estado de desarrollo tecnológico, o bien por algún tipo de tabú cultural que impide llevarlas a cabo. Pero en ambos casos la verdad es que hay muchas otras opciones que estos autores no tienen en cuenta: por ejemplo, las simulaciones cósmicas perfectas puede que sean técnicamente imposibles a secas, sin importar cómo de avanzada tecnológicamente sea una civilización (esto creo que es lo más probable), o pueden ser técnicamente posibles pero los seres simulados que contienen no pueden ser conscientes, o las simulaciones que son posible sno son tan "perfectas" como para ser capaz de replicar todos los detalles posibles (recordemos que el argumento de Bostrom no se refiere a una especie de "matrix" en la que un único sujeto cree vivir en un mundo real, aunque su experiencia está simulada, sino que se refiere a que una civilización ultradesarrollada simula un universo entero para ver qué pasa en él).
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Como digo, sospecho que la opción de que las "simulaciones cósmicas perfectas" son físicamente imposibles es la opción más probable de todas: si una simulación así fuese posible, entonces la gente que habita esa simulación tendría que ser capaz de construir su propio mundo ficticio perfecto (pues si no pudiera, entonces ya habría algo en lo que se diferencian de los seres "reales"), pero entonces la gente de este tercer mundo podrían crear sus propias simulaciones cósmicas perfectas, cuyos habitantes podrían crear otras, etc., etc., etc. Pero parece que hay límites informacionales que impiden que un número de "simulaciones perfectas anidadadas" puedan existir, ya que el mundo "real" oirginario, en el que la primera simulación (y por ende las demás) están siendo implementadas sólo puede dedicar una cantidad finita de recursos a ella, y por lo tanto, la cantidad de información que la simulación contendrá será necesariamente limitada. Las simulaciones cósmicas, por lo tanto, no pueden por principio ser "perfectas" (o sea, dar toda la impresión de que contienen un universo físico "completo", hasta sus últimos detalles), salvo, de nuevo, que las leyes del universo "real" sean tan diferentes a las del nuestro que sencillamente no podamos inferir absolutamente nada sobre todo ello.
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Otra razón por la que es muy dudoso que seamos el producto de una simulación informática es la siguiente: las simulaciones se llevan a cabo normalmente con el objetivo de observar algunos de sus resultados (de hecho, esta es la idea que tiene Bostrom en mente cuando imagina a las futuras civilizaciones construyendo esos mundos simulados). Esto significa que las entidades de las que la simulación está compuesta, o los sucesos que tienen lugar dentro de ella, deben tener alguna conexión física con algo que sea utilizado como un interfaz entre la simulación y los sujetos que la observan desde fuera. Pero las líneas causales de nuestro propio universo parecen estar "cerradas", en el sentido de que ninguna energía ni información puede escapar de nuestro universo para ser transferidas a esa imaginaria "interfaz". Por ejemplo, acontecimientos que hayan ocurrido en un pasado muy lejano y que, a causa de la segunda ley de la termodinámica, no han dejado trazas que permitan conocerlos ahora (p.ej., ¿era macho o hembra el último dinosaurio que murió?), esos acontecimientos no sólo es imposible averiguar ahora si han sucedido o no, sino que tampoco podrían averiguarlos "cuando acaben los tiempos" los creadores de la simulación. Y si los estaban observando "en tiempo real" (si, p.ej., están observándote ahora) entonces para hacerlo deberían haber ejercido alguna interacción física detectable, lo que parece que no se observa de ningún modo. Esta discusión nos lleva, por cierto, a identificar la única forma en la que los defensores de la hipótesis de la simulación podrían realmente intentar verificar su hipótesis: no mediante argumentos lógicos o filosóficos (que siempre son altamente dudosos cuando se refieren a escenarios especulativos), sino mediante la confirmación empírica de que existe alguna interfaz física entre los constructores de la simulación y nosotros.
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Terminaré ofreciendo una última razón para sospechar sobre la validez del argumento de la simulación, una que es probablemente más profunda desde el punto de vista filosófico: la cuestión es que el argumento depende de una concepción muy naíf del conocimiento, al entenderlo meramente como una especie de "representación mental del mundo externo"; esta concepción lleva a plantear la cuestión como si la analogía más relevante consistiera en cómo distinguir un cuadro original de Velázquez, digamos, de una buena copia (la "simulación"). Pero el caso es que el conocimiento no es, en su forma más básica, una "representación", pese a que a veces, o a menudo, utilicemos representaciones con el fin de obtener conocimientos. El conocimiento es más bien un tipo de actividad práctica, material (como respirar, caminar o reproducirse) que llevamos a cabo interactuando con las cosas que nos rodean. La realidad material no es priamriamente algo "externo" que podemos tratar de "conocer" y distinguir de las "ilusiones", sino que es una parte intrínseca de la actividad en la que consiste conocer. El conocimiento es esencialmente "conocimiento incorporado" (embodied), y está formado más por prácticas inferenciales que por representaciones mentales. Incluso la realidad virtual es, en último término, nada más que una porción de nuestro universo material, con la que también tenemos que aprender a interactuar de una manera determinada. Pero esto es parte de otra historia, de la que hablo con mucho más detalle aquí.
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En la entrada anterior, describí el argumento de Nick Bostrom a favor de la "hipótesis de la simulación" (o sea, la conjetura de que muy, muy probablemente no vivimos en un "mundo real", sino en algún tipo de simulación informática), y terminé ofreciendo algunas dudas escépticas sobre la estructura del argumento comparándolo con la broma de Bertrand Russell sobre si podemos saber si el universo no ha empezado a existir hace justo cinco minutos. Es hora de abordar más directamente el contenido del argumento de Bostrom.
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Seguramente, la principal razón por la que estamos ante un argumento falaz tiene que ver con su propio contenido, más que con su estructura formal. Su razonamiento se basa en una simple extrapolación a partir del progreso histórico de la tecnología; una extrapolación que es bastante naíf: al contrario que Bostrom, mi impresión es que lo que es bastante probable es que el progreso tecnológico no pueda conducir a ciertas situaciones imaginarias simplemente proyectando las tendencias históricas de los últimos siglos o décadas, sino que más bien lo probable es que cada civilización termine su desarrollo tecnológico en una especie de "meseta" a partir de la cual no sea posible un progreso significativamente mayor (aunque, por supuesto, en muchos casos podemos estar todavía muy lejos de las "mesetas" más elevadas). Después de todo, si la tecnología pudiera progresar indefinidamente, el universo debería estar lleno de señales de civilizaciones mucho más avanzadas que la nuestra.
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Mi principal contra-argumento, de todas formas, es que los datos sobre los que se basa la extrapolación de Bostrom relativa al progreso tecnológico son datos sobre nuestro propio mundo. Por tanto, si nuestro mundo no fuese "real", sino una "simulación", entonces no habría absolutamente ninguna razón para pensar que los datos obtenidos de un mundo falso son relevantes y representativos de lo que ocurriría en un mundo real. Si el argumento de Bostrom fuera correcto, eso implicaría que no podemos usar una de las premisas en las que está basado. Por ejemplo, quizá nuestro mundo es una simulación, pero una llevada a cabo en un universo "real" cuyas leyes físicas (quizá muy diferentes de las que pensamos que el nuestro obedece) sólo permiten a los habitantes "reales" de ese universo la posibilidad de crear un número muy pequeño de simulaciones, no un número astronómicamente alto (recuérdese que el argumento de Bostrom no sólo necesita que en el futuro puedan llevarse a cabo algunas simulaciones, sino un número enorme de ellas).
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Confieso que, llegados a este punto, el argumento de Bostrom me recuerda a otro que también critiqué: el argumento del "filtro explicativo" de William Dembski en defensa del "diseño inteligente". La similitud es relevante por una razón fundamental: en ambos casos la razón por la que el argumento es una falacia es porque se asume que hay sólo tres opciones, cuando en realidad hay muchísimas más. En el caso de Dembski, las opciones era que la vida sólo podía explicarse por "causas deterministas", por "azar" o por "diesño"; en el caso de Bostrom, o bien las simulaciones cósmicas perfectas existen, o son implausibles porque las civilizaciones colapsan necesariamente antes de alcanzar ese estado de desarrollo tecnológico, o bien por algún tipo de tabú cultural que impide llevarlas a cabo. Pero en ambos casos la verdad es que hay muchas otras opciones que estos autores no tienen en cuenta: por ejemplo, las simulaciones cósmicas perfectas puede que sean técnicamente imposibles a secas, sin importar cómo de avanzada tecnológicamente sea una civilización (esto creo que es lo más probable), o pueden ser técnicamente posibles pero los seres simulados que contienen no pueden ser conscientes, o las simulaciones que son posible sno son tan "perfectas" como para ser capaz de replicar todos los detalles posibles (recordemos que el argumento de Bostrom no se refiere a una especie de "matrix" en la que un único sujeto cree vivir en un mundo real, aunque su experiencia está simulada, sino que se refiere a que una civilización ultradesarrollada simula un universo entero para ver qué pasa en él).
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Como digo, sospecho que la opción de que las "simulaciones cósmicas perfectas" son físicamente imposibles es la opción más probable de todas: si una simulación así fuese posible, entonces la gente que habita esa simulación tendría que ser capaz de construir su propio mundo ficticio perfecto (pues si no pudiera, entonces ya habría algo en lo que se diferencian de los seres "reales"), pero entonces la gente de este tercer mundo podrían crear sus propias simulaciones cósmicas perfectas, cuyos habitantes podrían crear otras, etc., etc., etc. Pero parece que hay límites informacionales que impiden que un número de "simulaciones perfectas anidadadas" puedan existir, ya que el mundo "real" oirginario, en el que la primera simulación (y por ende las demás) están siendo implementadas sólo puede dedicar una cantidad finita de recursos a ella, y por lo tanto, la cantidad de información que la simulación contendrá será necesariamente limitada. Las simulaciones cósmicas, por lo tanto, no pueden por principio ser "perfectas" (o sea, dar toda la impresión de que contienen un universo físico "completo", hasta sus últimos detalles), salvo, de nuevo, que las leyes del universo "real" sean tan diferentes a las del nuestro que sencillamente no podamos inferir absolutamente nada sobre todo ello.
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Otra razón por la que es muy dudoso que seamos el producto de una simulación informática es la siguiente: las simulaciones se llevan a cabo normalmente con el objetivo de observar algunos de sus resultados (de hecho, esta es la idea que tiene Bostrom en mente cuando imagina a las futuras civilizaciones construyendo esos mundos simulados). Esto significa que las entidades de las que la simulación está compuesta, o los sucesos que tienen lugar dentro de ella, deben tener alguna conexión física con algo que sea utilizado como un interfaz entre la simulación y los sujetos que la observan desde fuera. Pero las líneas causales de nuestro propio universo parecen estar "cerradas", en el sentido de que ninguna energía ni información puede escapar de nuestro universo para ser transferidas a esa imaginaria "interfaz". Por ejemplo, acontecimientos que hayan ocurrido en un pasado muy lejano y que, a causa de la segunda ley de la termodinámica, no han dejado trazas que permitan conocerlos ahora (p.ej., ¿era macho o hembra el último dinosaurio que murió?), esos acontecimientos no sólo es imposible averiguar ahora si han sucedido o no, sino que tampoco podrían averiguarlos "cuando acaben los tiempos" los creadores de la simulación. Y si los estaban observando "en tiempo real" (si, p.ej., están observándote ahora) entonces para hacerlo deberían haber ejercido alguna interacción física detectable, lo que parece que no se observa de ningún modo. Esta discusión nos lleva, por cierto, a identificar la única forma en la que los defensores de la hipótesis de la simulación podrían realmente intentar verificar su hipótesis: no mediante argumentos lógicos o filosóficos (que siempre son altamente dudosos cuando se refieren a escenarios especulativos), sino mediante la confirmación empírica de que existe alguna interfaz física entre los constructores de la simulación y nosotros.
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Terminaré ofreciendo una última razón para sospechar sobre la validez del argumento de la simulación, una que es probablemente más profunda desde el punto de vista filosófico: la cuestión es que el argumento depende de una concepción muy naíf del conocimiento, al entenderlo meramente como una especie de "representación mental del mundo externo"; esta concepción lleva a plantear la cuestión como si la analogía más relevante consistiera en cómo distinguir un cuadro original de Velázquez, digamos, de una buena copia (la "simulación"). Pero el caso es que el conocimiento no es, en su forma más básica, una "representación", pese a que a veces, o a menudo, utilicemos representaciones con el fin de obtener conocimientos. El conocimiento es más bien un tipo de actividad práctica, material (como respirar, caminar o reproducirse) que llevamos a cabo interactuando con las cosas que nos rodean. La realidad material no es priamriamente algo "externo" que podemos tratar de "conocer" y distinguir de las "ilusiones", sino que es una parte intrínseca de la actividad en la que consiste conocer. El conocimiento es esencialmente "conocimiento incorporado" (embodied), y está formado más por prácticas inferenciales que por representaciones mentales. Incluso la realidad virtual es, en último término, nada más que una porción de nuestro universo material, con la que también tenemos que aprender a interactuar de una manera determinada. Pero esto es parte de otra historia, de la que hablo con mucho más detalle aquí.
viernes, 24 de marzo de 2017
Por qué es casi seguro que NO vivimos en una simulación (1)
Traducción de mis dos últimas entradas en Mapping Ignorance. Esta es la primera.
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Un principio importante de cualquier epistemología social razonable dice que el porcentaje de ideas que son absurdas entre las ideas que suenan absurdas es extremadamente elevado. Naturalmente, un montón de ideas de las que sonaban absurdas han terminado mostrándose acertadas (por ejemplo, la idea de la evolución de especies diferentes a partir de un antepasado común, la idea de que la teirra es un planeta que gira en torno a una estrella, la idea de que la materia está formada por átomos, etc.), pero por cada una de estas "victorias del ingenio contra el sentido común", miles de afirmaciones absurdas han existido y existirá. Esto significa que no te estás comportando como un estúpido reaccionario cuando tildas instintivamente una idea como "estúpida" si ves claramente que contradice al sentido común, sino sólo que tu cerebro está poniendo en práctica un sano escepticismo. Las afirmaciones extravagantes requieren pruebas extraordinarias, y tu escepticismo natural sólo tiene permitido batirse en retirada cuando se empiezan a presentar dichas pruebas.
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Desgraciadamente, bastantes filósofos, en su noble y legítima tarea de poner a prueba los límites del sentido común, han trastabillado a menudo con la recomendación que acabo de poner en negrita, interpretándola más o menos como que "las afirmaciones extraordinarias requieren pruebas extravagantes". Más de un milenio al servicio de la teología, engendrando una serie inacabable de argumentos extraordinariamente sagaces y sutiles sobre la existencia y las propiedades de dios, de los ángeles, de los demonios, de los santos y de las almas, ha dejado seguramente en algunos de nuestros filósofos más capaces una tendencia imborrable a tomarse un poquitín demasiado en serio algunas conjeturas extravagantes. Tampoco tenemos que olvidar que, en lo que se refiere a cuestiones de hecho, las "pruebas extraordinarias" no pueden provenir más que de hallazgos empíricos, y en especial de la confirmación de predicciones acertadas pero muy implausibles. Un argumento meramente verbal, por muy sofisticado que parezca, no puede nunca servir de algo que no sea una tautología. Por tanto, la probabilidad de que un filósofo apoye una idea-que-suena-absurda sólo porque resulta "sexy", más que porque haya razones válidas para apoyarla, tiende a ser probablemente mayor que lo que imaginas.
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Pido perdón por haber comenzado en un tono tan escéptico, pero creo que es un aviso necesario antes de abordar un tema tan cargado de vehemencia intelectual como el que he escogido para esta entrada. Desde luego, Nick Bostrom o Elon Musk no han sido los primeros en dar popularidad a la tesis de que el mundo que experimentamos puede ser una especie de ficción. En la tradición de la filosofía occidental, tanto Platón como Descartes son famosos por sugerir algo así, el primero con su "mito de la caverna", y el segundo con su "genio maligno". Pero la idea tiene aún una tradición más antigua en Oriente (p.ej., el "velo de Maya"). La popularidad actual de la conjetura de que vivimos en una realidad ilusoria debe mucho, por supuesto, a la creciente industria de los juegos de ordenador y a los aparatos de realidad virtual, así como a su difusión en películas como Matrix o Desafío total. Podríamos decir que, hacia el principio de este siglo, el mundo estaba maduro para recibir algún intento de dignificación intelectual de esta moda. ¿Y qué podría ser mejor que una prueba lógica o matemática? Por supuesto, si tenemos en cuenta que gran parte de la audiencia potencial de este argumento son friquis de la tecnología, ese tipo de prueba será mucho más aceptable que un balbuceo cuasi-ininteligible sobre la ontología de los simulacros elaborado por un pedante filósofo continental. Nick Bostrom, por entonces un joven y prometedor filósofo analítico con una fuerte base lógica y matemática, tuvo éxito en proporcionar justo lo que el mundo estaba esperando.
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El argumento de Bostrom, muy resumido, es el siguiente. O bien es extraordinariamente improbable que la humanidad (u otra forma de vida inteligente) evolucione hasta alcanzar la capacidad de crear "perfectas simulaciones cósmicas" (quizá porque tiendan a extinguirse antes de ello), o bien existe algo (un tabú cultural, p.ej.) que impedirá llevar a cabo esas simulaciones, o bien las dos hipótesis anteriores son falsas y por tanto, en algún momento futuro, alguna civilización lo suficientemente sofisticada decidirá implementar un número astronómico de tales simulaciones. Parece que las dos primeras hipótesis pueden ser descartadas como muy implausibles, consideradas como leyes sin ninguna excepción, y por lo tanto es prácticamente seguro que, en algún momento de la historia del universo, alguna civilización alcanzará la capacidad de realizar "perfectas simulaciones cósmicas" casi sin límite (pensemos, p.ej., en ordenadores cuánticos, cuyos bits capaces de llevar a cabo trillones de operaciones simultáneamente), tal vez con el objetivo de "observar" y "experimentar" lo que sucede en dichas simulaciones, o tal vez por pura diversión. Ahora bien, esto implica que, si existen o existirán billones de universos perfectamente simulados, la probabilidad de que el universo que estamos observando sea "real" es ridículamente pequeña en comparación con la probabilidad de que sea uno de esos billones de simulaciones.
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Antes de entrar a analizar los pasos de esta argumentación, te invito a reflexionar sobre un argumento algo parecido. Como dijo una vez Bertrand Russell, es estrictamente imposible refutar la conjetura de que el mundo ha empezado a existir hace justo cinco minutos en el estado en el que se encontraba en ese preciso momento. ¿Implica esto que es igual de probable que el universo observable haya comenzado a existir hace justo 5 minutos, y que haya comenzado a existir en el Big Bang, más o menos hace 13.500 millones de años? Quizá estés tentado a responder que no, pero imagina que, en vez de considerar sólo esas dos opciones, producimos una serie astronómicamente grande de conjeturas alternativas: que el mundo haya empezado a existir hace 5 minutos, o hace 5 minutos y un nanosegundo, o hace 5 minutos y dos nanosegundos, etc., etc. Hay un número astronómicamente alto de posibles momentos en los que el mundo podría haber empezado a existir "tal como era entonces", y por lo tanto, parece que la conjetura de que empezó a existir justo en el Big Bang tiene una probabilidad microscópicamente baja de ser verdadera.
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Nuestra inteligencia se retuerce (con buenas razones) contra esta conclusión, porque la enorme magnitud del número de conjeturas estúpidas que hemos producido artificialmente no hace que cada una de ellas sea ni un microgramo menos estúpida de lo que era cuando sólo teníamos dos conjeturas (una de ellas estúpida, y la otra no). Y la combinación de un número astronómico de conjeturas estúpidas parece que no deja de ser bastante estúpida. Pensamos, simplemente, que es extremadamente más probable que el universo observable empezara a existir con el Big Bang, que no que empezase a hacerlo en cualquier momento posterior "tal como era justo entonces". Y nuestra principal razón para pensar así es que las leyes de la física no tendrían mucho sentido en caso contrario.
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Espero que este último argumento sirva para quitarle un poco del encanto a la "magia de los grandes números" en la que la tesis de Bostrom quiere fundamentarse. En la próxima entrada ofreceré contra-argumentos más detallados, relacionados con el contenido de las premisas del de Bostrom.
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Sigue aquí.
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Un principio importante de cualquier epistemología social razonable dice que el porcentaje de ideas que son absurdas entre las ideas que suenan absurdas es extremadamente elevado. Naturalmente, un montón de ideas de las que sonaban absurdas han terminado mostrándose acertadas (por ejemplo, la idea de la evolución de especies diferentes a partir de un antepasado común, la idea de que la teirra es un planeta que gira en torno a una estrella, la idea de que la materia está formada por átomos, etc.), pero por cada una de estas "victorias del ingenio contra el sentido común", miles de afirmaciones absurdas han existido y existirá. Esto significa que no te estás comportando como un estúpido reaccionario cuando tildas instintivamente una idea como "estúpida" si ves claramente que contradice al sentido común, sino sólo que tu cerebro está poniendo en práctica un sano escepticismo. Las afirmaciones extravagantes requieren pruebas extraordinarias, y tu escepticismo natural sólo tiene permitido batirse en retirada cuando se empiezan a presentar dichas pruebas.
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Desgraciadamente, bastantes filósofos, en su noble y legítima tarea de poner a prueba los límites del sentido común, han trastabillado a menudo con la recomendación que acabo de poner en negrita, interpretándola más o menos como que "las afirmaciones extraordinarias requieren pruebas extravagantes". Más de un milenio al servicio de la teología, engendrando una serie inacabable de argumentos extraordinariamente sagaces y sutiles sobre la existencia y las propiedades de dios, de los ángeles, de los demonios, de los santos y de las almas, ha dejado seguramente en algunos de nuestros filósofos más capaces una tendencia imborrable a tomarse un poquitín demasiado en serio algunas conjeturas extravagantes. Tampoco tenemos que olvidar que, en lo que se refiere a cuestiones de hecho, las "pruebas extraordinarias" no pueden provenir más que de hallazgos empíricos, y en especial de la confirmación de predicciones acertadas pero muy implausibles. Un argumento meramente verbal, por muy sofisticado que parezca, no puede nunca servir de algo que no sea una tautología. Por tanto, la probabilidad de que un filósofo apoye una idea-que-suena-absurda sólo porque resulta "sexy", más que porque haya razones válidas para apoyarla, tiende a ser probablemente mayor que lo que imaginas.
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Pido perdón por haber comenzado en un tono tan escéptico, pero creo que es un aviso necesario antes de abordar un tema tan cargado de vehemencia intelectual como el que he escogido para esta entrada. Desde luego, Nick Bostrom o Elon Musk no han sido los primeros en dar popularidad a la tesis de que el mundo que experimentamos puede ser una especie de ficción. En la tradición de la filosofía occidental, tanto Platón como Descartes son famosos por sugerir algo así, el primero con su "mito de la caverna", y el segundo con su "genio maligno". Pero la idea tiene aún una tradición más antigua en Oriente (p.ej., el "velo de Maya"). La popularidad actual de la conjetura de que vivimos en una realidad ilusoria debe mucho, por supuesto, a la creciente industria de los juegos de ordenador y a los aparatos de realidad virtual, así como a su difusión en películas como Matrix o Desafío total. Podríamos decir que, hacia el principio de este siglo, el mundo estaba maduro para recibir algún intento de dignificación intelectual de esta moda. ¿Y qué podría ser mejor que una prueba lógica o matemática? Por supuesto, si tenemos en cuenta que gran parte de la audiencia potencial de este argumento son friquis de la tecnología, ese tipo de prueba será mucho más aceptable que un balbuceo cuasi-ininteligible sobre la ontología de los simulacros elaborado por un pedante filósofo continental. Nick Bostrom, por entonces un joven y prometedor filósofo analítico con una fuerte base lógica y matemática, tuvo éxito en proporcionar justo lo que el mundo estaba esperando.
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El argumento de Bostrom, muy resumido, es el siguiente. O bien es extraordinariamente improbable que la humanidad (u otra forma de vida inteligente) evolucione hasta alcanzar la capacidad de crear "perfectas simulaciones cósmicas" (quizá porque tiendan a extinguirse antes de ello), o bien existe algo (un tabú cultural, p.ej.) que impedirá llevar a cabo esas simulaciones, o bien las dos hipótesis anteriores son falsas y por tanto, en algún momento futuro, alguna civilización lo suficientemente sofisticada decidirá implementar un número astronómico de tales simulaciones. Parece que las dos primeras hipótesis pueden ser descartadas como muy implausibles, consideradas como leyes sin ninguna excepción, y por lo tanto es prácticamente seguro que, en algún momento de la historia del universo, alguna civilización alcanzará la capacidad de realizar "perfectas simulaciones cósmicas" casi sin límite (pensemos, p.ej., en ordenadores cuánticos, cuyos bits capaces de llevar a cabo trillones de operaciones simultáneamente), tal vez con el objetivo de "observar" y "experimentar" lo que sucede en dichas simulaciones, o tal vez por pura diversión. Ahora bien, esto implica que, si existen o existirán billones de universos perfectamente simulados, la probabilidad de que el universo que estamos observando sea "real" es ridículamente pequeña en comparación con la probabilidad de que sea uno de esos billones de simulaciones.
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Antes de entrar a analizar los pasos de esta argumentación, te invito a reflexionar sobre un argumento algo parecido. Como dijo una vez Bertrand Russell, es estrictamente imposible refutar la conjetura de que el mundo ha empezado a existir hace justo cinco minutos en el estado en el que se encontraba en ese preciso momento. ¿Implica esto que es igual de probable que el universo observable haya comenzado a existir hace justo 5 minutos, y que haya comenzado a existir en el Big Bang, más o menos hace 13.500 millones de años? Quizá estés tentado a responder que no, pero imagina que, en vez de considerar sólo esas dos opciones, producimos una serie astronómicamente grande de conjeturas alternativas: que el mundo haya empezado a existir hace 5 minutos, o hace 5 minutos y un nanosegundo, o hace 5 minutos y dos nanosegundos, etc., etc. Hay un número astronómicamente alto de posibles momentos en los que el mundo podría haber empezado a existir "tal como era entonces", y por lo tanto, parece que la conjetura de que empezó a existir justo en el Big Bang tiene una probabilidad microscópicamente baja de ser verdadera.
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Nuestra inteligencia se retuerce (con buenas razones) contra esta conclusión, porque la enorme magnitud del número de conjeturas estúpidas que hemos producido artificialmente no hace que cada una de ellas sea ni un microgramo menos estúpida de lo que era cuando sólo teníamos dos conjeturas (una de ellas estúpida, y la otra no). Y la combinación de un número astronómico de conjeturas estúpidas parece que no deja de ser bastante estúpida. Pensamos, simplemente, que es extremadamente más probable que el universo observable empezara a existir con el Big Bang, que no que empezase a hacerlo en cualquier momento posterior "tal como era justo entonces". Y nuestra principal razón para pensar así es que las leyes de la física no tendrían mucho sentido en caso contrario.
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Espero que este último argumento sirva para quitarle un poco del encanto a la "magia de los grandes números" en la que la tesis de Bostrom quiere fundamentarse. En la próxima entrada ofreceré contra-argumentos más detallados, relacionados con el contenido de las premisas del de Bostrom.
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Sigue aquí.
jueves, 23 de febrero de 2017
La sociología radical de la ciencia: un cordero con piel de lobo
Os dejo el enlace a mi charla del pasado 11 de febrero en "Escépticos en el pub".
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martes, 21 de febrero de 2017
¿Por qué existe el sexo?
El día 13 de febrero de 2017 di una charla en el "Día Darwin" de Bilbao, en la biblioteca Bidebarrieta, con el título "The survival of the loveliest: amor en perspectiva darwiniana". Os dejo el enlace al vídeo de la jornada, y también a las entrevistas sobre el tema que me hicieron en El Correo y en Radio Euskadi.
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(Mi charla comienza en el minuto 45:20).
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(Mi charla comienza en el minuto 45:20).
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domingo, 29 de enero de 2017
Futuro Abierto: Filosofía
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Os dejo el podcast del programa de hoy en "Futuro Abierto", de Radio Nacional de España, en el que hemos debatido la situación actual de la Filosofía en nuestro país.
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Os dejo el podcast del programa de hoy en "Futuro Abierto", de Radio Nacional de España, en el que hemos debatido la situación actual de la Filosofía en nuestro país.
lunes, 23 de enero de 2017
Cómo no defender las humanidades: 2, algunas reacciones
Enlazo en esta entrada algunas de las reacciones que han aparecido hasta ahora a mi artículo de El País "Cómo no defender las humanidades", del pasado 6 de enero. Un artículo que, quién me lo iba a decir, me hizo ser trending topic en twitter por unas horas del día de Reyes, y sin que tuviera nada que ver con Regalo de Reyes.
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Las opiniones publicadas hasta ahora son, como puede comprobarse, casi todas ellas bastante críticas con el artículo, en contraposición a las muchísimas opiniones positivas que otras personas me han transmitido personalmente.
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Los caballeros, el decano y las humanidades (Javier Cercas, El País Semanal)
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Dialéctica y Analogía.
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Humanidades (Manuel Cruz, carta El País)
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Cómo defender las humanidades (facebook de F. Broncano)
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Blog de Amalio Rey.
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Athene blog (Red Española de Filosofía)
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Cuarto Poder (I)
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Cuarto Poder (II)
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Rebelión
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Antes de las cenizas.
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Acento
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Las opiniones publicadas hasta ahora son, como puede comprobarse, casi todas ellas bastante críticas con el artículo, en contraposición a las muchísimas opiniones positivas que otras personas me han transmitido personalmente.
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Los caballeros, el decano y las humanidades (Javier Cercas, El País Semanal)
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Dialéctica y Analogía.
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Humanidades (Manuel Cruz, carta El País)
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Cómo defender las humanidades (facebook de F. Broncano)
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Blog de Amalio Rey.
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Athene blog (Red Española de Filosofía)
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Cuarto Poder (I)
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Cuarto Poder (II)
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Rebelión
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Antes de las cenizas.
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Acento
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viernes, 6 de enero de 2017
Cómo no defender las humanidades
Os copio el artículo que me han publicado hoy en El País.
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Cómo no defender las humanidades
Jesús Zamora Bonilla
“Soy amigo de
Platón, pero más amigo de la verdad”, dicen que murmuraba Aristóteles cuando exponía
los argumentos con los que demostraba que las teorías de su maestro, cuya
Academia había sido su hogar durante veinte años, eran inaceptables. La frase
acude a mi conciencia casi cada vez que me cruzo en los últimos tiempos con algún
alegato “a favor” de las humanidades. Es comprensible, hasta cierto punto, que
muchos de los que nos dedicamos a estas materias veamos con preocupación cómo
el interés del público y de los políticos por la filosofía, la historia, la
lingüística o la literatura parece que decae más y más; cómo las reformas
educativas a todos los niveles parece que las van arrinconando sin remedio; cómo
las voces de los intelectuales parecen cada vez menos influyentes en la sociedad;
o cómo los conocimientos humanísticos y la capacidad de expresarse de los
titulados universitarios parecen menguar a pasos agigantados. He modulado cada
una de estas cosas con un “parece” porque no tengo claro que esas tendencias
existan realmente, o sean más bien un ejemplo banal del síndrome de Jorge
Manrique (ya saben, aquello de “cómo, a nuestro parescer, / cualquiera tiempo
pasado / fue mejor”), combinado con la experiencia histórica del primer acceso
masivo de la población a los niveles menos elementales de la enseñanza. Pero, a
falta de datos ciertos sobre esta cuestión, el caso es que no deja de
rechinarme el ver la continua procesión de falacias que vemos desfilar un día
sí y otro también “en defensa” de las humanidades, falacias cometidas en
general por quienes precisamente deberían ayudarnos a pensar con rigor. No es
este el lugar para hacer un examen exhaustivo de tales falacias, así que me
limitaré a señalar algunas de las que me parecen más significativas, y dejaré
para otra ocasión la exposición de razones más sensatas (que las hay) por las
que es bueno que las humanidades formen parte del sistema educativo y del
tejido social.
La formación humanística es un pilar de la
democracia. Me temo que casi todos los grandes nombres de la historia de la
filosofía habrían levantado la ceja con asombro al escuchar algo así, pues casi
ninguno de ellos consideró que la democracia (en nuestro sentido de completa
igualdad de derechos, sufragio universal, concurrencia de partidos políticos,
etc.) fuese algo distinto de una pésima idea. Además, a lo largo de la historia,
la educación humanística, durante muchos siglos sinónimo de “educación” a secas,
ha sido más bien un instrumento para la diferenciación social de las élites
económicas, todo lo contrario de una herramienta de emancipación. Resulta
curioso que saber historia, filosofía, literaturas clásicas..., algo que, desde
la Grecia antigua hasta hace más o menos un siglo se practicó más bien como un
privilegio de caballeros y como una garantía de que esos mismos caballeros iban
a ser los que tuvieran la sartén por el mango, haya pasado a considerarse de la
noche a la mañana como un mecanismo que garantiza por arte de magia el feliz funcionamiento
de las sociedades democráticas.
El conocimiento de las humanidades contribuye
a nuestra realización como personas. No niego que disfrutar de la
literatura, de la historia o de la filosofía supone una de las grandes fuentes
de placer que los humanos podemos experimentar, ni que ese disfrute, como
muchos otros, requiera un cierto entrenamiento cuyas penalidades no dejan
adivinar a veces las delicias que se ocultan tras ellas. Pero conozco a
muchísimas personas que nos dedicamos a estos temas y puedo asegurar que no
somos, en media, ni un poquitín menos imbéciles en nuestra vida privada y
pública que los que no tienen la suerte de hacer de aquel disfrute la parte
principal de su trabajo, ni somos tampoco más felices, en el fondo, que el
resto de quienes gozan de un nivel económico y social parecido al nuestro. Y
tampoco sé de mucha gente para la que haber recibido a regañadientes nada más
que un pequeño barniz humanístico en el colegio o en el instituto haya supuesto
la condena a una vida de miserable infelicidad y alienación, que se habría
evitado con unas pocas lecturas más de Kant, de Homero o de Rousseau.
La enseñanza de las humanidades hace que
tengamos una ciudadanía más crítica, y por eso la quieren eliminar, sustituyéndola
por saberes economicistas. Quizá me falle la memoria, pero juraría que la
mayor parte de lo que se estudia en la primaria, la secundaria y el
bachillerato son (tal vez en un sentido laxo) “humanidades”, además de que las
asignaturas “de ciencias” son enseñadas en general como “cultura científica” o como
meros “saberes teóricos”. Vamos, que no recuerdo de mis muchos años de
estudiante ni de profesor que en la escuela (ni en la universidad, salvo
excepciones) se enseñe principalmente “a ganar dinero”, ni siquiera a gastarlo.
En particular, durante décadas hemos tenido en España, en comparación con otros
países, una cantidad no pequeña de asignaturas filosóficas en la educación
secundaria (cantidad que la malhadada ley Wert
se ha esforzado a conciencia en cercenar); y también creo recordar que nuestro
país es uno de los que tienen una mayor proporción de titulados en filosofía. Si
fuese verdad que la enseñanza de estas materias contribuye de manera decisiva a
tener ciudadanos reflexivos y críticos más que consumidores pasivos o simples
adoradores del dinero, la población española actual debería ser la menos
consumista del planeta, y estar abarrotando las bibliotecas y librerías, algo
que me parece que no sucede. Quizá resulte que hemos tenido muchas horas para
enseñar a los jóvenes lengua, literatura, historia, filosofía, etc., pero lo
hemos hecho tan rematadamente mal que los pobres chavales se han aburrido como
ostras. Y esta posibilidad también me hace no tener muy claro que dedicar
simplemente más horas a esas materias fuese a mejorar mucho la situación.
La educación no debe tener como objetivo la
empleabilidad, y por eso el Estado debe crear muchísimos más empleos para los
titulados en humanidades. En fin, pienso que esta falacia se comenta ella
sola.
Como decía más
arriba, mi denuncia de estos malos argumentos no implica ni mucho menos que
esté en contra de la enseñanza de las humanidades, ¡ni mucho menos! Pero creo
que quienes las tenemos como profesión deberíamos afinar bastante más las
razones por las que tienen que defenderse, y las condiciones en las que su
enseñanza tendrá los efectos más deseables. Quede este asunto para otra
ocasión.
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