viernes, 1 de mayo de 2020

¿QUÉ HAY DE LO MÍO? INTELECTUALES EN TIEMPOS DE PANDEMIA.

      No cabe duda de que la humanidad aprenderá muchas e importantes lecciones con la pandemia del COVID19. Eso sí, sería un error que, para intentar averiguar qué cosas son exactamente esas que terminaremos aprendiendo, echásemos mano de nuestra agenda y preguntásemos a los que a priori nos parecerían los mejor preparados para saberlo: esos "pensadores" o"intelectuales" a los que solemos acudir para que nos asombren con sus fastuosas interpretaciones del mundo. En realidad, solo hay una forma de aprender lo que aprenderemos: dejar pasar el tiempo, más bien décadas que años. Quienes ahora son niños entenderán muchísimo mejor, llegados a la edad adulta, qué es lo que ha sucedido y comenzado a suceder en estos fatídicos meses de 2020, en comparación con cómo puede entenderlo ahora el gran filósofo que publica un libro cada pocas semanas o la destacada intelectual que predica en los medios, semana sí, semana también, que nuestra civilización se acaba.
Mi colega y amigo Antonio Diéguez advirtió no hace mucho sobre los cantos de sirena que algunos conocidos filósofos habían empezado a entonar en cuanto comenzaron los confinamientos, y no voy a aburrir a los lectores acumulando ejemplos parecidos. Me gustaría, en cambio, invitar a que reflexionásemos brevemente sobre el mecanismo psicológico que subyace a ese tipo de posturas. Un mecanismo que, en realidad, no es privativo de los grandes intelectuales, sino compartido por la mayor parte de los seres humanos. Es lo que el antropólogo Dan Sperber y el psicólogo Hugo Mercier, en su reciente libro The Enigma of Reason, han denominado "el sesgo de mi parte" ("my-side bias"), y que yo prefiero traducir como el sesgo "qué-hay-de-lo-mío".
A muchos lectores les sonará el concepto de "sesgo de confirmación" (la tendencia a interpretar los nuevos datos de la forma que mejor encaja con lo que uno ya cree), pero según Sperber y Mercier, esto deja sin explicar por qué cree uno justamente lo que cree, en vez de creer otra cosa. La conjetura de estos autores es que los humanos somos muy eficaces en encontrar razones que favorecen nuestros intereses, y en cambio permanecemos mucho más ciegos ante las razones que, de ser ampliamente aceptadas, llevarían a tomar decisiones que nos perjudicasen. Así, y solo por poner un ejemplo, las confederaciones de empresarios perciben con claridad cartesiana las virtudes de las políticas que favorecen el libre comercio, pero una densa bruma de incertidumbre les impide ver con detalle las consecuencias negativas que esas políticas podrían tener para otros grupos sociales. Y, por supuesto, los sindicatos de clase los partidos más izquierdistas tienen completamente invertido su espectro de visión enfocada o borrosa. Cada uno, sencillamente, tiende a ver con gran claridad solo aquellos argumentos que favorecen su respectiva posición social.
En el caso de los filósofos e intelectuales públicos, a quienes quizás sea más adecuado denominar "ideólogos", ocurre que su "posición social" (o, podríamos decir, su "capital social") suele consistir precisamente en aquellas posiciones teóricas y políticas por cuya defensa se han hecho más o menos famosos. Su valor en la sociedad, y a menudo su propio valor económico, casi se reduce al de ser portadores de unas determinadas ideas, de modo que, cuando otras personas (un político, un periodista, un lobby) necesitan un argumento para defender una determinada posición, saben a quiénes acudir para invitarles a exponerlas ante el foro adecuado. Por eso es tan rarísimo escuchar a una de esas figuras reconocer algo así como que "todo lo que he dicho hasta ahora sobre mi tema favorito estaba equivocado, y me retiraré unos años a pensar mejor sobre el asunto". Curiosamente, esa identificación personal con ciertas ideas es mucho menos intensa en el caso de los políticos o periodistas, que a menudo pueden dar un giro brusco a sus planteamientos sin que su carrera peligre por ello. En cambio, para el intelectual, sus ideas y argumentos son su "imagen de marca".
¿Cuál será, entonces, la reacción típica de un intelectual ante una crisis como la que vivimos? Pues aplicar el sesgo "qué-hay-de-lo-mío" del que les hablaba más arriba; es decir, intentar por todos los medios justificar que la pandemia es un ejemplo de los males sociales que él o ella venían denunciado desde hacia décadas, y convencernos de que la crisis va a obligarnos a cambiar el mundo en la dirección en la que él o ella nos venían diciendo que había que cambiarlo. "Esta pandemia me da la razón" podría perfectamente ser el eslogan actual de este tipo de figuras. Da igual que pensemos en un defensor (o defensora) del ecologismo, o del libre mercado, del feminismo, del nacionalismo, o del posthumanismo. Da igual que hablemos de un filósofo de la ciencia o de un filósofo moral. Y, por supuesto, da igual que se trate de un ideólogo del cristianismo, del comunismo, o del islam. Sus respuestas ante la crisis serán, casi en todos los casos, perfectamente predecibles: "¿no veis cómo tenía razón?".
Llegará a haber, sin duda, respuestas nuevas y diferentes, más perspicaces y provechosas, sobre cómo entender el mundo que nos espera tras la pandemia. Pero, como les sugería al principio, el ritmo al que cambian las ideas es más el ritmo de las generaciones que el de los medios de comunicación y las redes sociales, así que la única recomendación posible para conocer aquellas respuestas es la de cargarnos de paciencia y esperar. Y, mientras esperamos, discutir con bravura contra las ideas actuales, sean cuales sean, pues solo de las ruinas de las viejas verdades florecerán las nuevas.
Pero, naturalmente, yo soy también un intelectual, así que... no se les ocurra hacerme mucho caso.