viernes, 26 de febrero de 2016

El éxito de Evo Morales según Íñigo Errejón

Dice la tesis doctoral de Íñigo Errejón, en su página 575:
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"1) En Bolivia se ha generado una nueva construcción de “Pueblo”, protagonizada por los sectores tradicionalmente excluidos y empobrecidos.
2) El Gobierno del Movimiento Al Socialismo se postula a sí mismo como la encarnación y representante (sic) de esa nueva identidad, en tanto que voluntad colectiva unitaria, y a ello debe su éxito."
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Es de suponer que esa será la medida del "éxito" que el partido del que Errejón es uno de los principales cerebros pretende aplicarse a sí mismo. Los ciudadanos españoles ya no seríamos (si Podemos alcanzara el éxito político que busca) iguales en derechos, sino que habría, por un lado, un "Pueblo", cuyos "protagonistas" son los sectores más pobres de la población y "tradicionalmente excluidos", y por otro lado estaríamos todos los demás (los que, por lo que sea, no somos pobres, o no nos hemos sentido "tradicionalmente excluidos").
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Un posible gobierno de Podemos habría de ser, entonces, "la encarnación y representante" de ese "Pueblo", o de esa "nueva identidad", a la cual, quienes tienen la mala suerte de preferir un gobierno distinto, tendrían sólo la opción (como los judíos en la España de los Reyes Católicos) de convertirse y aceptar esa nueva fe en tales "identidades" y "encarnaciones", o bien de ser expulsados, marginados, oprimidos, discriminados, o no se sabe muy bien qué.
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lunes, 22 de febrero de 2016

¿Es necesario acabar con las "creencias erróneas"?

De un comentario mío en el blog "Evolución y Neurociencias":
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¿Es bueno que la gente deje de tener "creencias erróneas"? Cada vez soy más escéptico sobre este axioma de la "neoilustración", y llevo muchos años siéndolo. El hecho de que el progreso social dependa en buena medida (aunque no únicamente, ni quizá principalmente, y seguro que no linealmente) del progreso científico y tecnológico no implica que para ayudar al progreso sea necesario que toda la población, ni siquiera la mayor parte, posea un nivel significativo de "cultura científica". Los beneficios sociales de la ciencia no nos llegan a través de un mecanismo en el que un "elevado nivel de cultura científica de la población en general" sea un elemento con gran importancia causal. Es mucho más importante que algunas instituciones en particular (la universidad, la empresa, la administración...) estén abiertas a la innovación y a la exploración interesada o desinteresada. Y en todo caso, será conveniente establecer mecanismos (si se ve que son necesarios) para que las "creencias pseudocientíficas o anticientíficas" de una gran parte de la población no tengan efectos sociales nocivos.

martes, 16 de febrero de 2016

"A bordo del 'Otto Neurath'", la trilogía: 3 x 1

Está disponible en Amazon KDP la trilogía del 'Otto Neurath' ("120 nanoensayos sobre filosofía"), reunida toda ella ahora en un solo ebook, pero al precio único de 0,99 €. O sea, un "3x1" en toda regla.
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Os recuerdo que los títulos de los tres libros eran Filosofía flotante, Más allá de la indignación, y Otro puto libro de filosofía. En ellos se recogen las mejores de las entradas de las más de 1600 que llegó a tener mi viejo blog. Una oportunidad excelente para descubrir que te lo puedes pasar muy bien con la filosofía, y que el rigor intelectual no está reñido con el humor ni con la sensatez.

martes, 9 de febrero de 2016

Mentes sin cuerpo, cuerpos sin mente

Os dejo los podcasts de mis dos últimas intervenciones en el programa "A hombros de gigantes", que dirige Manolo Seara en Radio Nacional de España.
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Mentes sin cuerpo.
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Cuerpos sin mente.
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viernes, 22 de enero de 2016

El escepticismo: una breve e incierta historia (6). La madre de todas las causas perdidas

Al abrir la caja de Pandora del escepticismo, y liberar con ello al Genio Maligno que vivía en su interior, Descartes dio comienzo a un terrible choque de las placas tectónicas del pensamiento occidental, un choque cuyas ondas aún nos llegan con más o menos fuerza, y que ha contribuido en notable medida a configurar el paisaje intelectual contemporáneo. Dedicaré las dos siguientes entradas a relatar cómo el escepticismo acabó convirtiéndose en un adversario de las creencias religiosas, pero en esta me centraré en describir los vanos intentos de los filósofos posteriores a Descartes por volver a meter en su caja al escurridizo Genio Maligno, o al menos, por domesticarlo.
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No hace falta decir que los argumentos cartesianos (por la versión latina del apellido de Descartes: "Cartesius") a favor de la existencia de dios, de la existencia y propiedades de nuestra propia mente, y de la realidad de las cosas que percibimos, recibieron duras críticas desde el principio. Por una parte, muchas de las críticas que Descartes sufrió desde las, digamos, "cátedras oficiales" de las universidades de la época se referían sobre todo a la validez de sus métodos, en un intento de rescatar en la medida de lo posible los viejos "conocimientos" que se defendían desde esas cátedras (la vieja ciencia aristotélica y la fe cristiana). Por otro lado, un grupo importante de opositores a Descartes estaba constituido por lo que luego se vino a llamar "los empiristas", y quizá no por coincidencia, eran personas que solían estar fuera de los círculos académicos oficiales, es decir, no vivían como profesores universitarios, al menos la mayor parte del tiempo. (Por cierto, el propio Descartes tampoco lo era). Estos autores no se oponían tanto a la propia duda metódica cartesiana, sino a la pretensión del francés de ser capaz de probar muchas cosas gracias a ella. Por supuesto, hubo también otros filósofos que se mostraron de acuerdo con las principales tesis de Descartes, y las elaboraron y argumentaron de modos más sofisticados; estos son los que luego se conocieron como "racionalistas" (los principales representantes fueron Spinoza y Leibniz).
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Gassendi
Curiosamente, uno de los primeros autores en ofrecer una crítica de estilo empirista de las ideas de Descartes fue un sacerdote francés (además de matemático, astrónomo y físico: Pierre Gassendi (1592-1655), en gran parte dentro del contesto de su intento de utilizar el empirismo y el atomismo de Epicuro como una fundamentación del conocimiento que fuera compatible con los dogmas y enseñanzas de la Iglesia (de modo similar a como Tomás de Aquino había hecho con Aristóteles en la Edad Media; si la comparación parece extraña hoy en día, téngase en cuenta que, hasta entonces, casi todos los intentos de introducir parte de la teoría aristotélica habían sido considerados heréticos, en parte por el pequeño detalle de que Aristóteles negaba la inmortalidad del alma). También el inglés Thomas Hobbes ofreció una crítica similar ya en vida de Descartes, y de hecho, ambas críticas fueron incluidas en el amplio conjunto de "Objeciones· (y réplicas) que el propio Descartes publicó en la segunda edición de sus Meditaciones. Tanto Hobbes como Gassendi afirmaban que la única fuente segura de conocimiento son las impresiones de los sentidos, y las más o menos inciertas comparaciones y analogías que podemos derivar de aquellas (Hobbes hablaba explícitamente de "computaciones", lo que le convierte en el primer autor que identifica el razonamiento con la computación, un tema desarrollado posteriormente por Leibniz). Las supuestamente "claras y distintas" ideas de descartes, dice Gassendi, no son claras ni distintas en absoluto, sino que son muy susceptibles de llevarnos a errores y equívocos. En la líne de los escépticos de la antigüedad, Gassendi afirmaba que todas las conclusiones que derivamos mediante el razonamiento son menos seguras que lo que aprehendemos directamente por los sentidos, y no pueden ofrecernos, por tanto, una visión muy profunda de la naturaleza real de las cosas físicas (cuya naturaleza es más fácil averiguar mediante el estudio experimental), ni tampoco sobre entidades abstractas como la mente o dios. No es de extrañar que Gassendi fuera uno de los primeros seguidores del método experimental de Galileo, el cual intentó aplicar a muchas áreas de la física y de la química, además de ser también un renombrado astrónomo (fue, por ejemplo, el primero en crear un mapa de la luna). En cambio, nunca llegó a aceptar expresamente el modelo copernicano, e incluso llegó a defender públicamente a la Iglesia en el caso del juicio de Galileo, si bien algunos de sus biógrafos dudan de si esa representaba realmente su opinión privada.
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En uno de los más extraños giros de la historia de la filosofía, la dialéctica de esta discusión entre Descartes, Gassendi y Hobbes condujo unas cuantas décadas después a que se desarrollara un punto de vista completamente inesperado a la luz de la historia de la filosofía anterior. Tradicionalmente, el empirismo había sido fuertemente asociado al materialismo; de hecho, tan fuertemente que a efectos prácticos ambas expresiones podían considerarse sinónimas. Al fin y al cabo, son precisamente las cosas materiales las que podemos percibir con los sentidos, mientras que los "objetos de la razón" parecen ser todos ellos entidades "inmateriales". A pesar de ello, otro sacerdote, en este caso el pastor (y posteriormente obispo de Cloyne) irlandés y anglicano Georges Berkeley (1685-1753), publicó, cuando sólo contaba con 25 años, una de las teorías filosóficas más extrañas de todos los tiempos.
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Berkeley
Según Berkeley, sí, es cierto que es mediante nuestros sentidos que podemos obtener todo nuestro conocimiento del mundo (y esto es lo que hace de él un empirista), pero todo nuestro conocimiento consiste en ideas (un término que toma prestado del propio  Descartes), es decir, representaciones mentales, que en el caso de la percepción empírica son los colores, sonidos, sensaciones táctiles, etc., que percibimos. La cuestión que Berkely plantea a continuación es, entocnes, la de cómo podemos derivar a partir de ahí nuestra noción de materia, o "sustancia o sustrato material", o sea, la noción de esa cosa en la que los objetos que percibimos consistirían en último término. Según Berkely, la respuesta a esta cuestión es literalmente que no tenemos ni idea, pues esa idea es en sí misma una contradicción en los términos: la idea (es decir, la representación mental, o "sensación") de algo que tiene propiedades que pueden ser representadas mediante una percepción, pero que en sí mismo no es algo representable perceptualmente, o sea, "la idea (percepción) de algo de lo que no podemos tener ninguna idea (percepción)". Las únicas cosas que podemos concebir son, pues, las propias cualidades sensibles, y obviamente, también las mentes que están teniendo esas sensaciones. Por tanto, según Berkeley, ser es ser percibido (o ser una mente que percibe). Esse est percipi. La "materia" no es que no exista, sino que no puede existir, pues corresponde a una noción internamente inconsistente. Lo único que existe, dice Berkeley, son nuestras mentes y sus contenidos sensoriales, y por supuesto, aquella mente que garantiza que todo lo que existe exista incluso mientras no lo estamos percibiendo: la mente de Dios, Quien está percibiéndolo todo permanentemente.
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Esta teoría fue conocida como idealismo (lo contrario del materialismo), y tuvo, como se sabe, numerosas secuelas que caen fuera del ámbito de mi relato. Berkeley llegó tan lejos como a negar la existencia de "conceptos generales": ¿qué demonios es la noción general de un triángulo, o sea, la noción de un triángulo que no es ni rectánculo, ni acutángulo, ni obtusángulo? Tambien negó la consistencia interna del cálculo infinitesimal de Newton y Leibniz, con argumentos que, como ya hemos visto aquí, no fueron respondidos de manera convincente hasta más de un siglo después. Berkeley también escribió pangletos sobre temas bastante curiosos, como las casi universales virtudes de la infusión de alquitrán (resina de pino), un auténtico best-seller de la época, o sobre la conveniencia de bautizar a los esclavos de América, de modo que obedecieran a sus amos no sólo por temor al látigo sino también por temor a dios (un argumento que el futuro obispo concibió mientras pasaba un par de años en las Bermudas, intentando establecer allí una escuela para sacerdotes).
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Pero el filósofo que más contribuyó a la liberación definitiva del Genio Maligno fue, también ya en el siglo XVIII, el escocés DAvid Hume (1711-1776), quien también en su veintena publicó un libro que iba mucho más lejos que el de Berkeley: su Tratado de la Naturaleza Humana (1739), una larga obra de la que sólo se vendieron unos pocos ejemplares cuando se publicó, lo que llevó a Hume a resumirla en un par de libritos unos años después, en particular más interesante para nuestro tema el titulado Una investigación sobre el entendimiento humano (1748), el cual, según la modesta opinión del autor de esta serie, es el libro filosófico más importante de todos los tiempos.
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Hume
Hume simpatiza con el espíritu de la crítica de Berkeley a la idea de materia: simplemente no podemos tener ninguna idea de lo que pueda ser un "sustrato imperceptible" de las cosas materiales (aunque, por supuesto, podemos tener la idea de objetos tan pequeños que no podemos ver -los átmos, p.ej.-, siempre que nos los representemos mediante ideas sensoriales). Pero Hume afirma que exactamente lo mismo puede ser afirmado a propósito de la mente: nosotros no percibimos a nuestra mente percibiendo las representaciones sensoriales que vemos, sino que simplemente vemos esas snesaciones. No podemos afirmar, por tanto, que yo esté percibiendo una idea sensorial; lo único que una percepción sensorial permite afirmar es que está habiendo en ese preciso instante una percepción sensorial. La idea de un "sujeto mental" que es quien está "teniendo" esa percepción es, para Hume, tan endeble como la idea de "sustrato material" era para Berkeley. La famosa afirmación cartesiana, "pienso, luego existo", debe cambiarse por algo mucho más simple: "ahora mismo está ocurriendo un pensamiento; punto".
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Pero Hume nos lleva aún mucho más lejos. Tanto los cartesianos como los anti-cartesianos, e incluso el propio Berkeley, habían estado usando casi sin notarlo un principio en sus argumentos para afirmar la existencia de todo aquello cuya existencia querían probar (más allá de las sensaciones que están ocurriendo en este mismo instante): la mente, las cosas externas, o Dios. Me refiero, por supuesto, al principio de causalidad, de acuerdo con el cual todo lo que ocurre, ocurre por alguna causa. Hume se hace la sencilla pregunta de cuál podría ser una demostración de la validez de este principio. No puede ser una "verdad de la razón" (como que 2+2=4), porque nosotros podemos concebir que algo ocurra sin una causa, y las verdades de la razón son sólo aquellas proposiciones cuya negación es una contradicción, y por lo tanto, son imposibles de concebir (podemos decir que 2+2 no es igual a 4, e incluso podemos imaginarnos a nosotros mismos diciéndolo, pero no podemos tener el pensamiento de que es verdad que 2+2 es igual a 3).
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¿Podría ser un principio demostrable por la experiencia? Esta nueva pregunta le lleva a Hume al más famoso de sus argumentos: cada vez que derivamos alguna conclusión a partir de la experiencia (o sea, cada vez que hacemos una generalización, o una predicción), estamos asumiendo que aquello que no hemos observado seguirá las mismas conexiones regulares que hemos comprobado en las cosas que hemos observado. Por ejemplo, asumimos que el agua que nunca hemos observado también hervirá cuando se caliente a 100º a presión atmosférica normal. Dicho de otra manera, cuando derivamos cualquier conclusión a partir de la experiencia estamos asumiendo un principio todavía más general que el principio de causalidad: el principio de inducción, que viene a decir que si algo ha ocurrido siempre de una determinada manera cuando lo hemos observado muchas veces, también ocurrirá así todas las demás veces. Pero de nuevo, pregunta Hume, ¿cómo podemos demostrar que este principio es válido? Como en el caso del principio de causalidad, éste tampoco es una verdad de la razón (podemos concebir casos en los que no se cumple; es más, añade sutilmente Hume, si fuera una verdad de la razón, ¿por qué habríamos de sentirnos más seguros de que una generalización es válida cuantos más casos hayamos visto en que se cumple?). Entonces, ¿podemos demostrarlo empíricamente? De nuevo: no, pues esto sería una flagrante petición de principio: "si hemos observado que el principio de inducción se ha cumplido siempre en los casos que hemos observado hasta ahora, entonces, por inducción, concluimos que será válido en todos los demás casos". Es obvio que en este argumento estamos usando justo el principio cuya validez pretendemos probar gracias al argumento, así que el argumento no es válido.
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En conclusión, no podemos tomar por válido el principio de inducción, ni con él, todas aquellas cosas que queríamos demostrar con su ayuda. Estamos totalmente limitados a las regularidades empíricas quque observamos, y a nuestro sentimiento de esperanza y seguridad en que esas regularidades serán más o menos permanentes. Pero todas nuestras conjeturas pueden fallar en algún momento, por lo que no existe, ni puede existir, algo así como un "conocimiento cierto" del mundo, y mucho menos de aquellas coas que no podemos observar ni directa ni indirectamente. Ni siquiera podemos estar seguros de nuestros recuerdos, pues nuestra experiencia presente de ellos suponemos que es un efecto del hecho de que tuviéramos algunas experiencias en el pasado, y esta relación de causa y efecto es tan insegura como todas lo son en último término. En definitiva, lo que llamamos "conocimiento" es más bien la costumbre o el hábito de esperar que las operaciones de la naturaleza sean iguales en todo tiempo y en todo lugar a como creemos recordar que las hemos observado. No debe sorprendernos, por tanto, que después de horas y horas especulando sobre estas cuestiones, la única reacción sensata para Hume fuera la de salir de casa para jugar con los amigos al billar durante no menos horas.
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Más:
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La versión original del artículo en Mapping Ignorance.
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La viagra de Hume.

lunes, 4 de enero de 2016

¿Divulgación científica de masas?

Ayer por la noche me llamó la atención un tuit de @pjbarrecheguren (de los chicos de The Big Van Theory), en el que se lamentaba del poco éxito que había tenido el programa de TV Órbita Laika, en comparación con Cuarto Milenio: mientras aquel no parece que vaya a pasar de la segunda temporada, éste lleva ya 11 años en la parrilla, y todo hace pensar que seguirá mucho tiempo.
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Apasionado como soy de la ciencia desde mi juventud, y comprometido como estoy con la divulgación científica desde hace muchos años, no puedo sino experimentar simpatía por el lamento de Pablo Barrecheguren, y compartir su seguramente no del todo sana envidia por el éxito descomunal de la criatura de Íker Jiménez. Pero también pienso que hay que ser realista, y contemplar las cosas en su justa perspectiva. ¿De qué nos estamos quejando, exactamente? ¿De que la ciencia no consiga enormes audiencias en la televisión? ¿Es realmente eso lo que deseamos?
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Tengo que confesar que no he visto ni un solo programa de Órbita Laika, tan sólo algún fragmento enlazado por tuíter. Tampoco he visto jamás Cuarto Milenio, aunque alguna vez quizá me haya quedado viéndolo un par de minutos mientras zapeaba. Pero lo mismo, o peor, puedo decir de casi todos los programas de televisión de los últimos diez años. Simplemente, yo no veo casi nada de la televisión (un partido de fútbol, o alguna otra retransmisión deportiva de vez en cuando, y a veces El Intermedio cuando acabo de cenar a tiempo). En cambio, paso muchísimo más tiempo navegando por internet, leyendo libros, e incluso viendo películas en el cine. Quizá no soy un miembro muy representativo de la población de "amantes de la ciencia", pero sospecho que en esta población, el número de horas que se ve la tele por término medio es bastante menor que entre el conjunto de personas aficionadas a los misterios para(sub)normales. Los amantes de la ciencia tenemos un montón de maneras mucho más gratificantes de acercarnos a ella que viendo un programa de varietés, por muy entretenido que este programa pueda resultar. Sólo por indicar una diferencia importante: lo que nos gusta no es sólo enterarnos de alguna noticia curiosa (que también), sino entender con cierto detalle los intríngulis del asunto, cómo se ha llegado a un descubrimiento, qué problemas y polémicas se tuvieron que superar, etc., etc., y estas son cosas que, al menos para mí, se aprecian y disfrutan mucho mejor en otros formatos que te permiten una contemplación más reflexiva.
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Otro punto importante: mi experiencia con Órbita Laika es demasiado escasa como para tener siquiera una idea clara acerca de cuál era el objetivo principal de los creadores del programa; quiero decir que no sé si lo plantearon como una especie de "invitación a la ciencia" para personas que tenían poco conocimiento de ella y para quienes el programa podría ser una primera aproximación (o casi), o si más bien la idea era la de crear un "programa de entretenimiento" para que los que ya son, o somos, frikis de la ciencia pudiéramos sentirnos reconocidos como colectivo, riéndonos de cosas que sólo nosotros entendemos, o algo así. O quizá era una mezcla de ambas cosas, o de algunas más que no me vienen a la cabeza. En cualquiera de los dos casos, opino que es harto improbable que un programa de esas características se pueda convertir en un éxito de masas: una vez que ya estás "invitado" a la ciencia, si te ha gustado, quieres droga más dura, y las "invitaciones" las ves como destinadas a un público con bastante menor cultura científica que tú; y el "entretenimiento científico" está muy bien, pero para ser permanentemente gracioso requiere un público con suficiente cultura científica, que casi por definición será minoritario.
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Quiero dejar muy claro que nada de esto lo digo como una crítica a este tipo (o tipos) de programas: me parece fenomenal que se emitan, y que se haga el esfuerzo por realizarlos con gran calidad. Y deseo, por supuesto, que se sigan haciendo y tengan una audiencia cada vez mayor. Sencillamente estoy diciendo que no me parece realista quejarse de que esa audiencia, por grande que sea, se quede a mucha distancia de cosas como Cuarto Milenio (o Sálvame, o el fútbol). Un programa con éxito de masas permanente necesita ofrecer algo de lo que la gente no se canse: la gente, por ejemplo, no se cansa (todavía) de ver hacer recetas de cocina una y otra vez, en parte porque es algo relativamente fácil, que, en la mayor parte de los casos, puedes hacer tú en tu propia casa, y que puede hacerte quedar bien ante la familia o los amigos. O de escuchar un cotilleo más, enterarte de un misterio más, o ver un gol más; estas últimas cosas son, digamos, "entretenimiento intransitivo", no va más allá, se disfruta en el momento sin exigirte capacidades intelectivas por encima de la media. Pero la ciencia no puede ofrecer eso mismo: los principios científicos que resulta más o menos fácil entender son pocos, y una vez que los has entendido, te aburre que te los cuenten una y otra vez. Así que tiendes a buscar material más sofisticado. Y así es como tiene que ser.
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Hace mucho tiempo, en una blogosfera muy lejana:
El periodismo científico como subgénero del periodismo deportivo
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domingo, 13 de diciembre de 2015

¿Eres un hipócrita si eres ateo y celebras ritos religiosos?

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Hoy hemos tenido una larga discusión en twitter sobre si cabe acusar a un no-creyente por hipócrita cuando celebra un rito religioso, tal como una boda o un bautizo.
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Mi postura es que lo que un no-creyente (en cuanto tal) critica de los ritos religiosos no es tanto la existencia de dichos ritos, cuanto la interpretación transcendente que la religión les da. Es decir, si eres ateo, pues entonces lo único que tú ves en ese rito es una mera celebración humana, un espectáculo social, una cierta costumbre cultural. No ves por ningún lado un sacramento, ni al espíritu santo revoloteando, ni los pecados siendo perdonados. Pero la celebración y el espectáculo, claro que los ves.
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¿Tiene el ateo la obligación moral de no participar en esos espectáculos? No veo por qué habría de tenerla. Sencillamente, participa en ellos como de cualquier otra costumbre social a la que le encuentra más ventajas que inconvenientes. También suele descansar los domingos ("el día del señor: dominicus dies"), y eso no le convierte en un hipócrita por no creer que la única razón (ni siquiera la mejor o más convincente) para descansar el domingo sea la razón que da el cristianismo. Tampoco se convierte en un defensor del imperio romano, o en un descendiente hipócrita de Astérix, por llamar "julio" y "agosto" a los meses de iulius y augustus.
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Mucho más hipócrita me parece, con diferencia, la actitud de la Iglesia al permitir y fomentar que ciudadanos abiertamente no creyentes utilicen sus festejos como un mero espectáculo social, en lugar de esforzarse por subir la altura de las "barreras de entrada" de tal modo que para los agnósticos o ateos acabe resultando demasiado costoso (en sentido psicológico) participar en bodas, bautizos, comuniones o funerales. Pero ese es, obviamente, problema suyo.

viernes, 11 de diciembre de 2015

Más Sócrates y menos Platón: Para una defensa autocrítica de la filosofía

Os dejo la presentación que utilicé ayer en mi conferencia de las III Jornadas de Filosofía del Centro Asociado de la UNED en Talavera de la Reina (mi agradecimiento a los organizadores), sobre el papel de la Filosofía en el Bachillerato. En ella intento hacer una "defensa autocrítica" de la presencia de la filosofía en la enseñanza secundaria.
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Sentíos libres para comentar lo que queráis.
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Mas socrates menos platon from Jesús Zamora

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En este enlace podéis ver la webconferencia que se emitió y grabó in situ para los alumnos de la UNED.

jueves, 19 de noviembre de 2015

El escepticismo: una breve e incierta historia (5). Descartes y el genio maligno.

Junto con el descubrimiento de América, la Reforma Protestante fue, seguramente, el principal factor histórico en la Edad Moderna europea. Como vimos en la entrada anterior, la disputa entre las diferentes denominaciones del cristianismo occidental fue un caldo de cultivo perfecto para poner en práctica los recién redescubiertos argumentos de los antiguos escépticos griegos (si bien, en la práctica, el debate fue durante un siglo y medio competencia casi exclusiva de los ejércitos y sus armas). La principal baja de aquel combate de ideas fue, de todos modos, la concepción escolástico-aristotélica de "ciencia" (indistinguible por entonces de la "metafísica" o la "filosofía"), que se había desarrollado durante la Baja Edad Media para apoyar la visión cristiana del mundo. La fe cristiana, en cambio, sobrevivió básicamente intacta, aunque diversificada, a estos debates de principios de la Edad Moderna, con el único pero de que, hacia el final de la guerra de los Treinta Años, ya estaba más o menos claro para la mayoría de los "intelectuales" que los dogmas religiosos no podían basarse de ninguna manera en la "razón", sino que venían de la fe (si bien la razón, por supuesto, aún tenía un papel importante en mantener la coherencia interna del sistema de dogmas, y evitar contradicciones flagrantes entre ellos y el saber mundano). Pero hacia mediados del siglo XVII, la fe cristiana aún se veía como una fuente legítima de "conocmiento", mientras que la metafísica aristotélica había sufrido golpes tan letales que ya se había recluído en las polvorientas estanterías de la historia del pensamiento y en los oscuros pasillos de las facultades de teología, de los que no volvió a salir jamás como un fundamento firme para la investigación y el conocimiento científicos (salvo, quizá, en el caso de la biología, en la que logró perdurar otro par de siglos más o menos).
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Me ocuparé en futuras entradas sobre cómo el escepticismo, digamos, "religion friendly", se acabó convirtiendo en una especie más hostil hacia la fe a partir de la segunda mitad del siglo XVII. El tema de hoy, en cambio, será la transformación del escepticismo epistemológico desde su variedad más moderada, que prevaleció en la Edad Media y el Renacimiento (es decir, una variedad cuidadosamente dirigida hacia un conjunto limitado de dianas), hasta su versión más radical, entendido como una tesis universal contra básicamente todas las formas de conocimiento sobre el mundo. Como es sabido, el autor que más ayudó a que se abriera del todo la peligrosa caja de Pandora del escepticismo fue René Descartes (1596-1650), sobre todo en sus tremendamente influyentes libros Discours de la Méthode (publicado anónimamente en Holanda en 1637, en francés, aunque parece que la identidad del autor fue notoria desde el principio) y Meditationes de Prima Philosophia (publicado en París cuatro años más tarde). Como la mitológica Pandora, Descartes parecía muy confiado en su propia capacidad de cerrar la peligrosa caja cuando le apeteciera, pero la historia iba a probar que esa tarea no resultaría tan sencilla.
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Tras dos siglos de, por así decir, guerra de guerrillas contra el aristotelismo (y toda la "ciencia" desordenadamente elaborada a su alrededor) con ayuda de argumentos de tipo pirrónico, Descartes tuvo la idea de montar algo así como un asalto global, en forma de una estrategia escéptica radical. En lugar de hacer uso de un argumento por aquí (o "tropos", según la terminología de los pirrónicos), de otro argumento por allá, etc., cortados a medida del conocimiento y los prejuicios de cada autor y de las peculiaridades de la tesis que se quería refutar, Descartes pensó que una sola estrategia podía servir de "talla única". La tradición posterior llamó a esta estratégica "la duda metódica", consistente en rechazar por principio cualquier afirmación o conjetura como si fuese totalmente falsa, con sólo que existiera la más pequeña oportunidad de que no estuviese demostrada con certeza absoluta. El filósofo francés, como muchos tras él, debió sentirse asustado al principio por el poder destructivo de su argumento; pues, ¿qué, después de todo, podía tomarse como fuera de toda duda posible? Los escépticos antiguos había favorecido el conocimiento empírico sobre la (aristotélica y platónica) "aprehensión intelectual de las esencias" pese a reconocer la limitación de nuestra capacidad de extraer generalidades a partir de las observaciones y de las múltiples fuentes de error que pueden afectar a nuestros sentidos, pero confiaban en alguna medida en la experiencia inmediata, o sea, lo que podemos observar a través de los sentidos. En cambio, Descartes es el primer filósofo que usa como un argumento serio la posibilidad de que la totalidad de nuestra experiencia pueda ser un sueño o una alucinación, y por lo tanto, de que no podamos afirmar que conocemos ni siquiera lo que estamos percibiendo ahora mismo. O sea, no sólo que no podamos hacer inferencias, generalizaciones o predicciones con ayuda de lo que percibimos, sino incluso que puede ser falso que las cosas que estamos ocurrir viendo delante de nuestras narices estén ocurriendo realmente.
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No mejor suerte corrieron las "verdades de la razón", paradigmáticamente las proposiciones matemáticas, que para otras escuelas de pensamiento habían sido el ejemplo máximo de certidumbre. Para mostrar que el error podría estar en la base de esta otra "fuente de conocimiento", Descartes inventó uno de los relatos más maravillosos de la historia del pensamiento humano: el genio maligno, un ser sobrenatural que podría haber creado (o estar controlando) nuestros cerebros o mentes, de tal modo que nos hiciera experimentar la sensación de certeza justo en el momento de considerar algunas proposiciones matemáticas falsas. Por ejemplo, podría ocurrir que 2 más dos no sean igual a 4, sino que nuestras mentes hayan sido maliciosamente diseñadas de tal modo que estemos completamente seguros de que eso es verdad. Por supuesto, esta hipótesis es extrañísima, pero es una hipótesis concebible, y como la estrategia de Descartes era la de rechazar todo aquello que pudiera concebirse como falso, la consecuencia es que incluso la lógica y las matemáticas caen derribadas por la fuerza de su argumento escéptico.
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El resto de la historia es bien sabida. Descartes encontró un asidero al que agarrarse: incluso si todo lo que yo estoy pensando fuese falso, no podría ser falso que lo estoy pensando mientras lo estoy pensando. Cogito, ergo sum. Y, de modo semejante a como Noé repobló toda la tierra con los animales que había salvado en el Arca, Descartes pensó satisfecho que podía demostrar la validez de muchas áreas de conocimiento gracias a esa certeza primordial que había encontrado. "Todo aquello que perciba tan clara y distintamente como percibo la realidad de mi propiamente debe ser igual de verdadero". Entre estas cosas, Descartes halla la existencia de dios mediante un curioso argumento: una de las ideas que descubro en mi mente es la de un ser infinitamente perfecto, pero, siendo yo, como soy, imperfecto (pues dudo de muchas cosas, y tener dudas es peor que conocer), yo no puede ser la causa última de esa idea de infinita perfección; sólo un ser infinitamente perfecto podría ser el creador de la idea de un ser inifinitamente perfecto. Así pues, el ser al que dicha idea corresponde tiene que existir, y no sólo es mi creador, sino que hay puesto en mi mente la idea de un tal ser, a manera de "logo" o de "marca comercial", para que reconozca quién me ha creado. Pero si el que ha creado mi mente con todas sus ideas innatas (aquellas que no proceden de la experiencia) ha sido un ser infinitamente bueno, en lugar de un genio malévolo, entonces esas ideas deben ser verdaderas. Por tanto, todo aquello que pueda descubrir sobre el mundo con la ayuda de las matemáticas (pues de eso tratan la mayoría de las ideas innatas) será absolutamente cierto. En conclusión, esto (lo que podemos llamar "física matemática teórica") es justo el nuevo tipo de ciencia que tiene que reemplazar a la obsoleta filosofía aristotélica.
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De este modo, el escepticismo fue para Descartes (como para tantos otros antes de él) sólo un momento en el curso de un proyecto filosófico mucho más largo. Pero, como veremos, sus denodados esfuerzos para volver a cerrar aquella particular caja de Pandora se encontraron pronto con muchísimas dificultades encarnadas en los argumentos de otros filósofos. El genio maligno que habitaba la caja había experimentado por vez primera en la historia el goce del aire libre, y no se iba a dejar encerrar en su prisión de nuevo fácilmente.
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miércoles, 21 de octubre de 2015

El escepticismo: una breve e incierta historia (4). El renacimiento del escepticismo

Como vimos en la anterior entrada de esta serie, el escepticismo tuvo un papel relativamente menor durante el desarrollo de la filosofía medieval, con la principal excepción de la interesante posibilidad de interpretar al Pseudo-Dionisio como un escéptico sobre el conocimiento de la naturaleza de Dios (no, por supuesto, sobre su existencia... salvo por el hecho de que "existencia", o "ser", es también una de las dudosas cosas que puedan pertenecer o no a la naturaleza de algo). En realidad, para casi todos los grandes teólogos medievales, el escepticismo se convirtió meramente en una especie de "hombre de paja" que se sentían obligados a "refutar" en algún momento de sus largos y elaborados escritos. Pero ninguno de ellos era realmente un "escéptico" como lo habían sido los pirrónicos, por ejemplo.
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Esta situación comenzó a cambiar sustancialmente hacia el final de la Edad Media, con el redescubrimiento de las obras de Sexto Empírico y de algunas otras fuentes sobre el escepticismo antiguo. Pero lo que hace que el renacimiento de los argumentos escépticos hacia el siglo XVI sean importantes en una historia del pensamiento no es tanto una cuestión de mera filología, sino el poder que esos argumentos iban a tener en las enormes transformaciones sociales y culturales que las sociedades europeas estaban justo a punto de experimentar. El escepticismo moderno tuvo sobre todo tres grandes tradiciones como sus "dianas": la tradición de la ciencia, la de la relición, y la de las ideas y la cultura populares, por así decir.
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La palabra "ciencia", hacia los años 1500 o 1600, designaba poco más que el desarrollo escolástico de la cosmovisión platónica y aristotélica en el marco del cristianismo, no sólo en lo que se refiere al contenido de esa cosmovisión, sino sobre todo a su método: la idea de que la inteligencia humana tiene el poder de captar la "esencia" de las cosas (ya sea por algún tipo de intuición intelectual, en el caso de Platón, o por algún tipo de proceso inductivo, en el caso de Aristóteles), así como el de inferir todo el conocimiento que necesitamos sobre el mundo a partir de verdades sobre esas esencias y procediendo desde ellas mediante razonamientos silogísticos.
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"Religión", por supuesto, significaba la autoridad de la Iglesia Católoca y de sus doctores sobre la interpretación de las Sagradas Escrituras (y un poco después, también la autoridad intelectual y moral de los argumentos y escritos de los líderes de la Reforma protestante). Por supuesto, como la filosofía de todos esos doctores se basaba en último término en la visión escolástica de la realidad y del conocimiento, muchos de los ataques escépticos podían ser dirigidos al mismo tiempo hacia las dos "dianas" (la ciencia y la religión). Pero es importante que mantengamos la diferencia, porque uno de los hechos más sorprendentes sobre la evolución del escepticismo en la edad moderna es que comenzó siendo utilizado como una crítica a la "ciencia" aristotélica como una forma de proteger la verdad de la Revelación de las falacias de los filósofos o de los reformistas (dependiendo del autor de cada argumento), si bien, en la época de la ilustración, este mismo escepticismo acabó convirtiéndose en una crítica de la religión, como veremos en otras entradas.
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Insistamos: los filósofos "escépticos" del Renacimiento y de principios de la Edad Moderna no eran, en general, críticos de la fe cristiana, más bien todo lo contrario. Lo que argüían era que las capacidades naturales del conocimiento humano eran demasiado débiles como para permitirnos conocer a Dios de una manera "científica", "filosófica" o "metafísica" (había poca diferencia entre estos conceptos en aquella época), ni, por supuesto, cualquiera de las otras cosas que Dios quería que supiéramos con objeto de nuestra salvación. Así pues, la mayoría de los escépticos renacentistas eran más bien fideístas, de una u otra manera.
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El problema, naturalmente, era: ¿cuál es la fuente correcta de la fe? El predicador y reformista italiano Girolamo Savonarola (1452-1498) es el primero cuyas tesis parecen haber sido inspiradas expresamente por el redescubrimiento reciente de los argumentos pirrónicos de Sexto Empírico, que quizá pudo conocer gracias a su amigo Pico della Mirandola (1463-1494). Savonarola uso argumentos de estilo pirrónico para poner en duda las supuestas fuentes de la autoridad del Papa y de la Iglesia. No tratándose de un filósofo propiamente dicho (sino más bien preocupado por la rampante corrupción del clero y de la sociedad en su conjunto), los sermones que se conservan de Savonarola no reflejan esta influencia pirrónica directamente, pero una importante pieza de evidencia indirecta de dicha influencia es el hecho de que el juez principal encargado del proceso contra Savonarola (así como de su tortura y posterior ejecución en la hoguera) tuvo que pedir prestado la copia manuscrita de la obra en griego de Sexto Empírico (sólo se imprimió, y en latín, en 1562) que se poseía en la biblioteca de los papas en Roma, para que le sirviera de ayuda en la elaboración de la acusación oficial. Por cierto, de aquel manuscrito jamás volvió a saberse nada.
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Curiosamente, argumentos algo más sofisticados, pero similares, fueron usados unas pocas décadas después por Erasmo de Rotterdam (1466-1536) con el objeto de establecer los límites de la racionalidad natural del hombre como una crítica a un reformista mucho más exitoso (Lutero). También de modo parecido, autores como Michel de Montaigne (1533-1592) y Blaise Pascal (1623-1662, sobre todo en este caso ya mucho después del Renacimiento), aún empleaban el escepticismo como una forma de limitar la capacidad que tiene la razón de criticar las verdades de la Revelación. Por supuesto, estos tres autores (Erasmo, Montaigne y Pascal) no se limitaban a ofrecer una defensa dogmática del catolicismo, como prueba el hecho de que sus obras y su influencia fueron vistas durante siglos con gran suspicacia por la Iglesia.
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Fue precisamente con Montaigne cuando la "opinión pública" (como diríamos hoy; tal vez "costumbres" sería un término mejor, si incluímos bajo su significado el de "costumbres del pensamiento") se convirtió en una de las principales dianas del escepticismo. Esto llevó al primer ejemplo de lo que podemos llamar "relativismo cultural" (como siempre, con permiso de los antiguos griegos). Montaigne fue, por ejemplo, el primero en condenar la conquista de América, así como las guerras de religión de su época, sobre la base de una crítica a la principal premisa filosófica que se empleaba para justificarlas: la "superioridad" de una cultura, o de una fe, sobre las demás.
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Pero seguramente los autores escépticos más incisivos del Renacimiento no fuesen los que pertenecían a la tradición cristiana (fueran católicos o protestantes), sino los de origen hebreo, quienes, por cierto, podían fácilmente montar argumentos contra la Iglesia Católica muy parecidos a los que los católicos montaban contra los protestantes. Después de todo, la filosofía judía medieval no tenía una gran deuda con la metafísica y la epistemología de Aristóteles, en comparación con la escolástica cristiana. Por ejemplo, rabbí Hasdai Cercas (aprox. 1340-1410), quien fue jefe de la comunidad judía de Aragón, había atacado vigorosamente a Aristóteles en sus escritos, pese a que estos argumentos sólo fueran conocidos en los siglos siguientes por quienes pudieran leer en hebreo, lo que entre los cristianos significaba sobre todo los aficionados a la cábala.
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Un autor mucho más influyente, también de origen judío, fue Francisco Sánchez (1551-1623), nacido de padres conversos, probablemente en el sur de Galicia o el norte de Portugal, aunque educado en Italia y activo casi toda su vida adulta como médico en Francia. Su obra principal lleva el título indudablemente escéptico Quod nihil scitur ("Que nada se sabe"), y fue publicada en 1581. El libro empieza (auixá más retóricamente que como un ejercicio de lógica) negando que uno pueda incluso saber la única cosa que Sócrates afirmaba que sabía. Según Sánchez, uno ni siquiera puede saber que no sabe nada. A continuación ofrece una de las críticas más elaboradas de la concepción aristotélica de la ciencia, negando que uno pueda proceder a partir de definiciones (que son meras palabras, y que no podemos saber si describen la "esencia real" de las cosas), mediante silogismos deductivos (que en último término constituyen una petitio principii), ni tampoco mediante inducción (pues no podemos experimentarlo todo). Por supuesto, Sánchez sigue siendo uno de los miembros de la tribu de "fideístas escépticos", pues afirma que el verdadero conocimiento sólo puede llegarnos a través de la fe y la revelación. Pero las semillas del escepticismo (moderno) estaban plantadas e iban a florecer muy pronto.
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5: Descartes y el genio maligno.

miércoles, 14 de octubre de 2015

Meme antichauvinista

jueves, 8 de octubre de 2015

El escepticismo: una breve e incierta historia (3). Dudas medievales

Quizás ignore usted que el filósofo más influyente de principios de la Edad Media en realidad nunca existió. Esta paradoja propia de un Zenón se explica por el hecho de que los escritos de este filósofo fueron atribuidos falsamente a otra persona, alguien con una supuesta autoridad mucho mayor, y de este modo, como la falsificación fue establecida más o menos mil años después por Lorenzo Valla y otros humanistas del Renacimiento, básicamente todos los filósofos (o mejor, teólogos) medievales estuvieron citando y discutiendo la obra de alguien que no era quien ellos creían. Puesto que no tenemos ni la menor idea sobre la identidad del autor real de esas obras, la tradición de la historia de la filosofía ha dejado impreso en ellas el nombre de su falso autor, y así no tendrá que sorprenderse usted cuando se encuentre con la referencia a un filósofo extrañamente llamado "Pseudo-Dionisio Areopagita".
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Tampoco sabemos nada, en realidad, del "verdadero" Dionisio Areopagita. Se supone que fue uno de los primeros griegos a quienes San Pablo convirtió en su visita a Atenas, según los Hechos de los Apóstoles; la tradición eclesiástica afirma que se trataba de uno de los jueces del Areópago (un alto tribunal que se reunía en la cima de una gran roca al pie de la Acrópolis, a la que aún se puede subir), y que, una vez convertido al cristianismo, llegó a ser el primer obispo de Atenas; pero no hay forma de saber si nada de esto es verdad, ni siquiera si el tal Dionisio realmente existió. En cambio, de nuestro amigo Pseudo-Dionisio sabemos al menos que debió de vivir en la región de Siria, unos cuatro o cinco siglos después de aquel del que tomó el pseudónimo, y que compuso una serie de libros que afirmaban haber sido escritos por el Dionisio discípulo de San Pablo. No está del todo claro si esta atribución era utilizada por el autor como una mera figura literaria, más o menos común en la Antigüedad, o como un simple y puro intento de engañar a sus lectores sobre la identidad de su autor, y por lo tanto, sobre su "autoridad" (ver el libro de Bart Ehrman, Jesús no dijo eso,  para un encantador estudio de esta práctica fraudulenta en los primeros escritos cristianos, incluidos varios libros del Nuevo Testamento).
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El hecho es que, ya a partir del siglo VI d.C., no mucho después de cuando fueron escritas, e incluso tal vez en vida del autor, estas obras ya eran acríticamente citadas como pertenecientes al "viejo" Dionisio, de modo que, incluso sin que el autor pretendiera engañar, la gente acabó siendo engañada. Para dar una impresión de cómo de profundo llegó a ser el engaño, hay que tener en cuenta que Pseudo-Dionisio es el segundo filósofo más citado en las obras de Santo Tomás de Aquino (siglo XIII, unos setecientos años después), sólo por detrás de Aristóteles. El Pseudo-Dionisio empezó a ser realmente influyente en el occidente cristiano, de todas formas, unos tres siglos después de su muerte, cuando el emperador Bizantino Miguel II regaló un manuscrito con sus obras a Carlomagno, quien a su vez lo donó al monasterio de Saint Denis en París (de hecho, también circuló la conjetura de que el verdadero autor de esas obras había sido otro Dionisio, el tal Saint Denis, del siglo III, llamado "apóstol de las Galias"). El manuscrito fue muy pronto traducido al latín desde su lengua griega original.
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Sabemos que Pseudo-Dionisio es una falsificación gracias al análisis filológico: no sólo aspectos importantes de su pensamiento, sino incluso párrafos enteros de sus textos, proceden de un autor cuatro siglos posterior al "auténtico" Dionisio Areopagita: el filósofo neoplatónico Proclo, posiblemente la última figura importante de la filosofía antigua no cristiana, que fue el lider de la Academia de Atenas (es decir, la escuela de Platón) durante la segunda mitad del siglo IV d.C. Proclo murió hacia el año 485, y las primeras referencias conocidas al Pseudo-Dionisio (o a sus libros conservados, conocidos con el nombre colectivo de Corpus Areopagiticum) son de unos 50 años después, de modo que el autor verdadero debe de haber vivido hacia el final del siglo IV o principios del V, y probablemente fue él mismo un discípulo de Proclo y un alumno de la Academia platónica.
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Pero el Pseudo-Dionisio es importante en una historia del escepticismo no, por supuesto, a causa de ser una razón para poner en duda la "autoridad" filosófica, ni porque su pensamiento sea realmente un ejemplo de escepticismo en las tradiciones sofística o pirrónica que hemos visto en las entradas anteriores. Después de todo, Pseudo-Dionisio era un pensador cristiano, autor, entre otras cosas (y a lo que debe gran parte de su fama) de una clasificación del número de "cielos" y de clases de ángeles que tal vez le suene familiar (y que influyeron notablemente, p.ej., en la Divina Comedia de Dante): serafines, querubines y tronos; dominaciones, virtudes y potestades; principados, arcángeles y ángeles. No clasificaríamos ciertamente como "escéptico" a alguien que explica con total seriedad que esas "esferas" y "coros" celestiales existen. Pero nuestro autor no ha pasado a la historia de la filosofía por esa taxonomía ángelo-zoológica, sino más bien por lo que se llegó a conocer como "teología negativa", también "teología apofática" (la apófasis es una figura retórica que consiste en mencionar algo diciendo que uno no hablará sobre ello, algo similar a lo que hace el presidente Rajoy cuando alude a los miembros corruptos de su partido como "esa gente de la que usted me habla y de la que no tengo nada que decir").
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Según Pseudo-Dionisio, en su libro llamado "Sobre la teología mística", Dios trasciende absolutamente la razón, el lenguaje y el conocimiento humano, en una forma similar a las aporías que Parménides y sus discípulos encontraron cuando trataban de hablar del Ser (recuérdese la primera entrada de la serie). Esto significa que no podemos afirmar absolutamente nada sobre Él, sino sólo negar, para cada posible predicado que podríamos pensar en atribuirle (p.ej., "omnisciente", "viviente", "creador", e incluso "ser", o sea, "existente"), que Dios tenga la propiedad denotada por ese predicado. Es decir, sólo podemos decir lo que Dios no es; y lo que Dios no es es... todo. Dios no es omnisciente, no es viviente, no es poderoso, incluso no es. Dios, p.ej., no es más espíritu, hijo o padre que lo que es "blando" o "dormido". Estas "negaciones", de todas formas, hay que diferenciarlas de las "privaciones": una privación es simplemente la ausencia de un predicado que podría presentarse. La ausencia de un predicado se opone a su presencia: "sin vida" se opone a "viviente". Pero cuando decimos que Dios "no es viviente", no queremos decir que sea "sin vida", pues de hecho Él tampoco es "sin vida". Dios, más bien, está más allá de lo sin vida tanto como está más allá de lo viviente. Por esta razón, Pseudo-Dionisio dice que nuestras afirmaciones sobre Dios no se oponen a nuestras negaciones, sino que ambas deben ser trascendidas: incluso las negaciones deben ser negadas.
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Esta "negación" es paralela a la única experiencia que los humanos, según Pseudo-Dionisio, podemos tener de Dios, y que el autor ejemplifica con la figura de Moisés en el monte Sinaí, la cual describe como "silencio, oscuridad y desconocimiento". Esta teoría abrió el camino a una rica tradición mística en la cristiandad (recordar los versos de San Juan de la Cruz, más de mil años después:
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"Lleguéme donde no supe,
y quedéme no sabiendo,
toda ciencia trascendiendo"
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Pero, escéptica o no, esta teoría tuvo gran influencia como una señal de los límites de la razón humana al tratar de entender "lo Absoluto", y fue un recordatorio de que toda teología (y toda metafísica) es, en definitiva, una exploración fuera de esos límites. Una vez que la fe en la verdad de la religión (así como el poder social de la Iglesia) empezó a debilitarse muchos siglos después, la existencia de la teología negativa pudo empezar a verse como un argumento contra la racionalidad de cualquier intento de decir absolutamente nada sobre Dios o sobre lo divino.
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No hace falta decir que la Edad Media no fue una buena época para el escepticismo, sobre todo para el escepticismo sobre los dogmas de la religión, pero a pesar de ello la tradición escéptica logró sobrevivir durante más de un milenio, al menos bajo la forma de ciertas tesis e ideas que cada filósofo tenía el deber de intentar refutar. Incluso un siglo antes de Pseudo-Dionisio, el gran teólogo San Agustín de Hipona confesaba que, antes de convertirse al cristianismo, había flirteado con un puñado de escuelas filosóficas y retóricas, entre ellas la escéptica, y dedicó varias páginas de sus obras a rebatir algunos argumentos escépticos, como hicieron muchos otros filósofos y teólogos después de él. De hecho, en esas páginas fue el primero que presentó el argumento de que no todo puede ser puesto en duda, porque cuando uno duda, uno sabe con certeza que está pensando: cogito, ergo sum.
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De todas maneras, la filosofía medieval produjo un par de familias de argumentos que fueron después empleadas con gran provecho por los escépticos de la modernidad (y que preocuparon también a algunos filósofos medievales). Primero, el matemático, físico y astrónomo árabe Al Hazen (siglos X -XI d.C.) estableció por primer lugar, en su importante trabajo sobre óptica, que las apariencias visuales son creadas por nuestros órganos cognitivos, o dicho en otros términos, que las percepciones, incluso las más simples, están siempre constituídas por inferencias, y que por lo tanto no hay nada como una "unidad directa" del sujeto perceptor y el objeto percibido (tal como había defendido, p.ej., Aristóteles en su teoría sobre la percepción, en el libro De Anima).
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En segundo lugar, la idea de la omnipotencia de Dios parecía implicar, según algunos filósofos, que Él podría engañarnos si quisiera, incluso cuando estamos sintiendo la más intensa de las certezas, por ejemplo cuando nos parece ver algo frente a nosotros, o cuando estamos comprendiendo una preuba matemática. Ahora bien, ya sabemos que fueron filósofos muy posteriores los que iban a sacar las conclusiones más interesantes a partir de esta perturbadora idea.
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4: El Renacimiento del escepticismo.

lunes, 21 de septiembre de 2015

¿Puede un cristiano creer en el pecado original y en la teoría de la evolución?

De un comentario mío en el blog "La ciencia y sus demonios" .
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La idea del pecado original es perfectamente “salvable” sin asumir la literalidad del Génesis, y así lo hacen la inmensa mayoría de cristianos cultos. El pecado original es, según estos cristianos, una condición antropológico-teológica, de la que el relato del Génesis daría simplemente una explicación metafórica, igual que los antiguos griegos podían aceptar el mensaje moral y metafísico fundamental de la historia de Edipo sin necesidad de creerse a pies juntillas que dicha historia había sucedido realmente.
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De hecho, la idea de que la Biblia (o los mitos de las religiones politeístas, digamos) debe entenderse literalmente es una invención relativamente moderna. A lo largo de la mayor parte de la historia del cristianismo (y en la teología católica, siempre) se ha tenido claro que la Biblia tiene un “significado profundo”, “místico”, que va más allá de lo que pone literalmente, pues es alegórico más que literal. Por supuesto, en ausencia de pruebas en contrario siempre se prefería asumir el significado literal, pero en general los teólogos católicos no han puesto demasiado empeño en el tema de la literalidad. El protestantismo lo fomentó mucho más al considerar la Biblia como un texto abierto a la lectura de todo el mundo, que no necesitaba “intérpretes autorizados”, sino que incluso la persona con menos cultura lo podía entender.
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Otra cosa es que la concepción teológico-metafísica sobre la que se basa la idea del pecado original haya alguna razón válida para aceptara, claro.
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En el Otto Neurath:
¿Puede un darwinista ser del Atleti?